Recuerdo mi primer amor.
Tenía diez años y estábamos en cuarto de primaria. Sentí un vuelco en el
corazón cuando la vi entrar el primer día de clases. Se sentó a mi lado. Se
llamaba Esther. Durante tres años mi madre no tuvo necesidad de despertarme, el
colegio era mi pasión. Embelesado la miraba, mudo ante su presencia. Le escribí
un poema, el único que he escrito en mi vida. No volví a verla cuando
terminamos sexto grado. Ella emigró a ese norte revuelto y brutal que decían
mis padres. Mi amor nunca fue correspondido. Yo la tenía en mi corazón y en una
foto que robé en el anuario del colegio. Soñé con ella durante toda la
secundaria, la universidad, el doctorado, hasta más o menos los treinta años,
cuando ocupó su lugar una joven a la que aprendí a amar, con la que me casé,
con la que he tenido tres hijos maravillosos y con la que sigo unido con lazos indestructibles.
Pasaron más de cincuenta años
antes de que volviera a saber de aquel mi primer amor. Una amiga de la infancia
supo que había venido de visita a la isla. Su inesperado regreso me tomó por
sorpresa. Hacía muchos años que no había pensado en ella. Concertamos una cita.
Mi amiga no pudo venir y nos encontramos solos frente a frente.
Me sorprendió lo mayor que
era, sin recordar que ella podía estar pensando lo mismo de mí. Hablamos como
viejos amigos, teníamos en común tres hijos y cinco nietos.
¿Te acuerdas de esto? Y me dio una hoja amarillenta. Ni me acordaba de lo escrito, pero allí estaba mi único poema con unas rimas que daban espanto. Sentí vergüenza. Le confié que aún tenía la foto del colegio. Antes de despedirse me dijo: Gracias, por quererme.
Y se fue.
La brisa del atardecer
revolvía mis canas y decidí sentarme en el banco de madera de un parque. Algo
se disipaba en mí, aquello había sido un sueño, bonito, pero sueño al fin y al
cabo.
Emprendí el regreso a casa.
©Marieta Alonso Más
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