Era de esas
personas que no pensaba demasiado y cada tarde, aun sabiendo que le era
perjudicial, los pies lo llevaban a la taberna de Artemio, quien unas veces le
ponía vino y otras, cerveza.
Aquella estrellada
noche de verano alcanzó
tales alturas el entusiasmo de su borrachera que comenzó a imitar el ladrido del
perrillo, feo, sarnoso y sin pedigrí, que lo miraba desde un rincón.
―No me
gustan los perros ―dijo con voz pastosa.
A saber
lo que entendería el chucho que al oírlo saltó a sus brazos y le puso la cabeza
en el hombro. Así se fue tambaleando hasta casa, en la que amaneció al día
siguiente abrazado a otro ser vivo.
Cuando
su madre le vino a despertar, que espabilara, que no tenían nada para comer, se
encontró con aquel cuadro que destilaba ternura.
―¡Arriba,
haragán!
Con tal
de no escuchar la diaria cantinela se vistió, desayunó, puso la escopeta al
hombro y se fue con la intención de seguir durmiendo recostado contra el tronco
de un álamo. No llevaba mucho tiempo roncando cuando sintió aullar a aquel
retaco de cánido, que con el hocico le estaba acercando la escopeta. Unos tiros
se oían en la lejanía. Para que el perro tuviera una buena opinión de él, no
fuera a pensar que era un tanto cobarde, o peor aún, un mal cazador, se puso la
mira en el ojo y disparó. El animalito salió como una flecha y al cabo del rato
regresó con una liebre en el hocico.
Se rascó
la cabeza. Por culpa de esas manos que les había dado por temblar, llevaba años
sin acertar a nada que se moviese. Aguzó el oído por si alguien venía a
reclamar su presa. Silencio. Recordó que estaban a mediados de mes y ya se
había gastado la mísera pensión de madre, y tenían que comer. Sintió un ruido y
volvió a disparar. Esta vez vino con una perdiz.
¡Sí que
era de ley el perrucho! Habría que ponerle un nombre, y le llamó Zascandil ―así
era como le tildaba su madre siendo niño―. Y entre disparos y carreras volvió a
su casa con un total de diez palomas, cuatro liebres y dos perdices.
Ese día su
madre preparó un estofado de liebre que, de tan bueno, hizo que se chupara los
dedos. Mejor prevenir, dijo la mujer guardando lo que sobró en la despensa. Con
la barriga llena se echó a dormir una buena siesta. Falta le hacía. Estaba
agotado.
Ella,
tras fregar los platos, llevó el resto de la caza al carnicero, quien descontó
lo que le debían. Como no se fiaba de su hijo se llegó a la taberna, y pagó la
mitad de la deuda al Artemio. A primeros de mes saldaría el total de la cuenta
y, por favor, que no la endeudara más, que le cerrara la puerta en las narices
a su hijo.
―No me pida eso. No puedo
negarle la entrada. Átelo usted, si puede.
Al llegar a casa tuvo una
seria conversación con Zascandil que con las orejas gachas parecía estar de
acuerdo con lo que le pedía aquella mujer, aunque pareciera un despropósito.
A partir de ese bendito día
el borrachín, azuzado por su perro, comenzó a levantarse de madrugada para salir
a cazar. Ya no tenía tiempo de ir al bar. Y hasta llegó a sembrar pimientos,
tomates y no sé cuántas cosas más en el huerto. Su chaqueta olía a rancio sudor
y no a alcohol.
Si antes en el pueblo hablaban
de él, ahora la que estaba en boca de todos era la madre, que tal parecía querer
más al perro que al hijo.
© Marieta Alonso Más
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