Tumbada en la cómoda hamaca, la mujer
del bañador negro ve la vida pasar sin participar en ella. Sus ojos, ocultos
por unas enormes gafas, parecen haber vivido mil vidas y su cabello, a buen
recaudo bajo la enorme pamela que se ha puesto para disfrutar del mar
Atlántico, parece sacado del sueño de algún pintor suicida. Ya no se cuestiona
nada, ya no se pregunta por qué fue elegida para llevar el tipo de vida al que
tan bien se ha acostumbrado pero tanto hastío ha llegado a producirle. Simplemente
se deja llevar, como las olas que van a morir a la orilla de la enorme masa de
agua que ve desde su confortable tumbona.
Un marido guapo y rico, unos hijos que parecen haber salido de un cuento de hadas y una vida acomodada. No es que todas estas cosas no sean motivo de alegría, en el pasado lo fueron, es simplemente que empieza a asfixiarse, a sentir que el aire ya no llega del todo a sus pulmones, o no como debería. Se retuerce las manos, en busca de una salida, pero lo ha intentado una y mil veces y es incapaz de hacer nada. Está tan acostumbrada a no hacerlo, que ya no sabe si sigue siendo ella misma o si se ha convertido en otra persona. Sumisa, sin personalidad.
Suspira y se acomoda de nuevo, colocando bien los pliegues imaginarios del traje de baño de licra. No tiene sentido seguir intentándolo, lo mejor que podría hacer sería tomarse un bote de pastillas de los que guarda en el cuarto de baño, pero ni para eso tiene ánimos o valentía. Observa el mar, envidiosa de su libertad, y cierra los ojos. Paz, eso sí que puede encontrarlo. Al menos en aquella playa sureña.
© M. J. Pérez
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