A mis años recuerdo haber
sido feliz por un instante. Hubo un chico dentro de mi cabeza al que parecía
que yo le gustaba. Nunca lo supe a ciencia cierta. Miraditas, leves
rozamientos, préstamos de libros, siempre a mi vera, pero palabras de amor o
algo relacionado con ese verbo, ni por asomo. En cambio, yo lo amaba. Sé que
parece cursi, pero es la verdad.
Una tarde de primavera, era
víspera de exámenes, nos encontrábamos el grupo de clase sentados en la hierba,
cuando alguien preguntó si sabíamos lo que se prometían uno al otro en la
ceremonia matrimonial. Yo sí, yo también, dijimos al unísono los dos panolis. Y
mirándonos a los ojos repetimos aquello de: Yo fulanita, yo menganito me
entrego a ti…, para amarte y honrarte hasta que la muerte nos separe.
La emoción que nos embargó fue
de tal calibre que nuestras miradas se eternizaron por dos minutos. Cerré los
ojos y me vi ante el altar, vestida de blanco y recibiendo el beso tras: “Os
declaro marido y mujer”.
Pasaron los años y terminamos
los estudios. Se marchó a otro país. Yo seguí soltera. Nunca encontré a nadie,
ni juez ni párroco, que me eximiera de aquella promesa que no fue refrendada
por una firma.
Ayer, al cabo de cincuenta
años, nos encontramos en la misma biblioteca, entre los paneles de marquetería.
Se me cayeron los libros. El bibliotecario vino en mi ayuda, ninguno de los dos
estábamos para agacharnos. Él me miraba con unos ojos desgastados por el tiempo
sin musitar palabra. Sonreímos. Y fue como si nuestra promesa de amor se
renovara.
© Marieta Alonso Más
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