La familia se sentaba alrededor de la mesa con ceremonia; el abuelo en una cabecera y su cuñada la tía Juana a la derecha, cuchicheando los dos en voz baja. A la izquierda su nuera Ignacia, una joven frágil y silenciosa, recién casada y que aún no conocía los hábitos de esa importante familia. La otra cabecera la presidía el hijo mayor, el marido de Ignacia, un hombre jovial de rasgos un poco achinados y brillante pelo oscuro, heredados de la madre filipina, muerta hacía años, junto a una sustanciosa fortuna que su padre, con gran habilidad, había multiplicado en inversiones textiles. El resto de la mesa se iba llenando aleatoriamente de hermanos, parientes y amigos, que también aleatoriamente vivían o pernoctaban allí.
Sorprendida, Ignacia no acertaba a comprender el aparente caos de esa mansión en la que ella no tenía ningún cometido, ni el trato correspondiente a la señora de la casa. Las disposiciones las tomaban entre la tía Juana, de sonrisa enigmática tras sus estrechos ojos, pocas palabras, pero dichas con autoridad de hielo y una recua de mujeres de servicio instaladas ahí desde antes de que muriera “la señora”, la auténtica, que hacían y deshacían a su antojo.
La casona, enorme, insolente, despuntaba en un cerro algo alejado del pueblo, pero cerca de las fábricas textiles donde acudía a trabajar toda la parentela presidida por el abuelo. Sola en la casa, iba descubriendo con curiosidad habitaciones, el desván, el sótano, pero siempre surgía alguna de las mujeres de servicio o la tía, que con el gesto torcido le recriminaban que esas habitaciones no se abrían. Si necesitaba algo que no dudara en pedirlo. Se fue recluyendo en su cuarto de estar lleno de cretonas y comodidades, pero en el que cambiar un mueble de sitio o un almohadón era un auténtico desafío al sistema establecido. Cuando se lo contaba a su marido, adorable, sonriente, le pedía extrañado, hasta incómodo que no le diera importancia, ella era su diosa y también de la casa. Desde que murió su madre siempre fue así y todo tenía su orden, que no se empeñara en hacer cambios, afirmaba contrariado.
— Cuando lleguen los hijos, la felicidad será completa, mi amor — le susurraba tras unos sinceros besos.
Para regular su día empezó a asomarse puntualmente a ver desde su balcón la llegada del tren. El imponente sonido del pitido y la nube de vapor que cada tarde surgía al entrar en la estación le seducían. A la hora en punto estaba atenta para verlo y empezó a pensar que le gustaría subirse, ir de viaje. El ruido de la locomotora al alejarse le producía un gran desconsuelo y le pidió a su amable marido que se fueran lejos, solos.
— ¿Para qué?, si acabamos de volver —le decía amoroso—. Y si el niño ya está en camino, no debería moverse.
El niño nació y unas experimentadas manos enseguida lo tomaron bajo su cuidado. Si ella había criado al padre cómo no iba a ocuparse del pequeño, rezongaba Aurelia, con manos firmes y oscura sonrisa desdentada.
— Usted a descansar, que no tiene experiencia.
En cuanto se repuso decidió bajar a la estación a una hora en que la casa dormía la siesta para presenciar de cerca la llegada del tren. El vapor la inundó de un olor intenso a carbonilla y pensó que el momento tenía la magia de hacer desaparecer los contornos en una densa nube. Sentada en uno de los bancos observaba a la gente con bultos, maletas, gallinas en cajas, niños, y volvió a su casa animada de ver un mundo diferente al que se encerraba en su preciosa mansión. Cada tarde se iba, nadie parecía echarla de menos. Empezó a estar más contenta participando en las conversaciones, a decir si algo no le gustaba de la comida y un día decidió sentarse en la cabecera frente al abuelo.
— ¿No soy la señora de la casa? Pues el sitio que me corresponde es este —afirmó severa bajo la mirada de fuego de la tía Juana.
La sorpresa del abuelo y de su marido, que le cedió graciosamente la silla, les dejó sin palabras.
…Después de que se deshiciera la nube de vapor y las personas emergieran igual que apariciones, se acercaba a charlar con ellos por si tenían necesidad de alguna indicación o ayuda con los niños. Al cabo de un tiempo reconoció a una mujer que venía todas las semanas y la miraba con cierto desafío y una inclinación de cabeza, hasta que una tarde acercándosele le preguntó en un tono adusto si la china, esa mala mujer, seguía en la casa, y le hizo una confesión que la dejó envarada. No volvió nunca a verla.
Una tarde, el jefe de estación estaba hablando con su suegro en el despacho, y una vez que se hubo marchado el hombre la llamó con toda la severidad institucional que le definía.
—Tú eres la señora de esta casa, la más importante y rica de la comarca—afirmó con una terrible expresión en las cejas—. No puedes ir y menos hablar con desconocidos en la estación —tras un prolongado silencio continuó con tono enfático—. Te debes al nombre de tu marido y a la dignidad de esta familia.
Con una voz muy suave le confesó que ella no era nadie allí, y se iba a la estación porque era el único lugar dónde había vida. Le extendió una cartita escrita con su letra aguda de colegio de monjas, en la que exponía sus condiciones y un escabroso secreto de la falsa filiación de su “cuñada” Juana y de la muerte de su mujer.
—Si no, querido suegro, no bajaré más a ver cómo llegan los trenes —suspiró con melancolía—. Me iré con mi hijo en el primero que salga.
Y torciendo un poco su adorable cara, éste no sería un buen ambiente para su nieto y heredero, aseguró.
A la mañana siguiente desfilaron entre lamentos y caras agrías, la tía Juana, la recua de mujeres e Ignacia abrió ventanas y cuartos, despachando a parientes gorrones y con tranquilidad esperaba ver crecer a sus hijos siendo la diosa, la señora de la casa, como le prometía su sonriente, amable e inútil marido.
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