Siempre que he tenido
ocasión me he referido a la urgencia de revisar el canon de nuestra
historia literaria, algo que se hace con regularidad en nuestro entorno
europeo y que ha dado como resultado nuevos modos de aprehender el
pasado, haciéndolo más cercano a la sensibilidad de los nuevos tiempos y
los valores que estos comportan.
Y si es imposible lo que
uno desearía, que cada generación tuviese un sentido del pasado
literario cercano a su sensibilidad, cosa que se acompañaría con
traducciones nuevas de los clásicos, lo cierto es que los cambios
canónicos resultan de una importancia esencial en la conformación de la
recepción de la cultura: así, en los ochenta se pasó de considerar a Beethoven como el paradigma del genio creador en música, recordemos que el himno europeo es sencillamente un trozo de la Oda a la alegría de su Novena Sinfonía, que a su vez procede de un poema de Schiller, y éste pasó a Wolfgang Amadeus Mozart, la película de Milos Forman
fue reflejo de aquel cambio. Un cambio que se entiende porque el relato
épico, romántico, casi napoleónico, ese concepto del héroe, del músico
de Bonn, no cuadraba con los tiempos del posmodernismo. Mozart, sin
embargo, con esa tendencia extrema a la sensibilidad oculta, a la
ambigüedad de los valores morales por pura indagación en la complejidad
de la condición humana, esa aparente conformación y refugio en la
intimidad por más que sepamos que tanto en Don Juan como en La flauta mágica
esa conformación da paso a la rebeldía más radical de su época, se ha
hecho con el paradigma del canon, y ahora, de nuevo, se advierten
cambios en esa tendencia a favor de Johann Sebastian Bach. Algo que cabría calificar de significativo.
En nuestro ámbito literario las revisiones que Cernuda realizó de la obra de Gustavo Adolfo Bécquer fueron
definitivas para establecerlo como el poeta español del XIX; algo que
más tarde ha sucedido con la importancia para la novela de Benito Pérez Galdós, después de la penitencia impuesta por la Generación del 98, y en menor fortuna, con los intentos de Luís García Montero de colocar a un poeta, Campoamor,
como precedente de la poesía narrativa de clara ascendencia anglosajona
y que entre nuestros pagos se denomina “poesía de la experiencia”.
Juan Malpartida (Marbella, 1956), poeta (Espiral, A un mar futuro), narrador (Reloj de viento, Camino de casa), crítico, traductor, ha realizado versiones de T.S. Eliot, de André Breton y de Charles Tomlinson, acaba de publicar Antonio Machado. Vida y pensamiento de un poeta
(Fórcola Ediciones), un libro de clara intención pedagógica pues puede
ser leído con gran facilidad por cualquier lector interesado en la vida y
obra de Machado pero que, a su vez, supone una revisión de la figura y
obra del autor de Campos de Castilla,una revisión que hacía falta y que se ha realizado poco a poco con los estudios de especialistas como Oreste Macrí o Bernard Sesé y a los que Malpartida realiza homenaje de una u otra manera.
Hay dos aspectos a
destacar de otros muchos en este libro: en primer lugar el de ofrecernos
un panorama de Antonio Machado justo, claro, sin alardes retóricos y,
desde luego sin caer en ninguno de los lugares comunes machadianos, todo
eso del “hombre bueno”, del poeta que se le llenaba la pechera de la
camisa de ceniza de cigarrillos cuando habitaba en la Babia incompatible
con la prosa del mundo. Consecuencia de ello es una suerte de biografía
revisada y que, desde luego, hacía falta y no porque la idea formada
hasta ahora de Machado fuese falsa, sino que era parcial. De la
importancia de este libro de Malpartida da idea el hecho, ponemos un
ejemplo entre muchos, de su misoginia, de su rechazo del feminismo, cosa
que compartía con muchos miembros de la Generación del 98 salvo Unamuno y Valle Inclán,
de su vida erótica, que existió y que Malpartida pone en su lugar
resaltando el hecho de que en biografías tan cercanas, la que realizó Miguel Pérez Ferrero pese a su importancia se ha quedado anticuada , como la que de Machado hizo Ian Gibson
de pasa de puntillas sobre este hecho. Y así, Malpartida incide en el
aspecto moralista de Machado, el hombre que se arrepintió de la vida
disoluta de su juventud, no sin cierta ironía oculta, pues le repugnaba
la pornografía, incluso la mera sensualidad, no era afecto al alcohol,
no frecuentaba sobremanera los prostíbulos, que en aquellos años era tan
corriente como ir al cine en la década de los sesenta, y le daba al
cigarrillo hasta el punto de caer en el enfisema. En este mismo contexto
Malpartida reivindica un estudio urgente de las relaciones de Machado
con su hermano Manuel, hasta ahora un tanto fantasmagóricas porque se ha incidido poco en ellas, pese a Pérez Ferrero.
Pero, aparte de la
biografía, lo importante a destacar en este libro y que creo es su lado
más trascendental es la exposición del aspecto de Machado como único
poeta filósofo de su tiempo. Sería discutible dilucidar qué entendemos
con esa palabra y la razón de la que otorgamos más carga filosófica a
Machado que a Juan Ramón Jiménez, pongamos por caso, pero es de
suponer que siempre daremos más importancia al que explica el milagro
que acaba de acontecer que al que sencillamente se limita como el cura
católico de “realizar el milagro” en la misa, sin más, así, ese uso del
mito que hicieron con igual fortuna en la literatura del siglo XX el Thomas Mann de la tetralogía de José y el Joyce de Finnegans Wake
y que explica las diferencias entre la tradición católica y la
protestante, vista ésta como precedente de usos de la Ilustración, es
decir, Mann explica en las novelas esa incidencia en el mito; Joyce, de
tradición católica y bárdico irlandesa, se sumerge en él sin más ni más.
Pues bien, Malpartida
incide especialmente en resaltar la importancia de este aspecto de
Machado, sobre todo en obras fundamentales como Abel Martín y Juan de Mairena, y le contrapone en algunos aspectos al del poeta filósofo de su tiempo por excelencia, Paul Valéry.
Son las páginas dedicadas a este lado las que más me han interesado del
libro, lo que no obsta para que, si añadimos las consagradas al aspecto
biográfico, nos ofrezca uno de los panoramas más lúcidos escritos sobre
Antonio Machado. Ya lo percibió Gracián, no hace falta escribir centones para iluminar: este libro contiene 192 páginas.
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