Día de todos los Santos, pintado por Fra Angelico |
«Pidamos al Señor perdón por todos nuestros pecados y
pidamos también por todos nuestros difuntos…», decía el cura en la misa que se
celebraba en el cementerio el día de Todos los Santos. En el centro, junto a
unos cuantos cipreses, se había improvisado el altar. Era por la tarde y pronto
se pondría el sol, el mismo que iluminaba las tumbas de mármol blanco, negro y
de granito y hacia brillar los ramos de crisantemos que habían dejado sobre
ellas.
Hablaban de perdón Martita, que está en la edad del pavo y
su prima Rosi:
─Tú perdonarías a alguien que te ha hecho mucho mal ─decía
Martita.
─Según ─le contesta Rosi, si es mucho el mal que me han
hecho igual no puedo perdonar.
─Pero si tú no perdonas no te perdona Dios.
─Anda, tonta, Dios te perdona siempre si rezas y te
arrepientes.
También el herrero y el sastre hablaban de perdón.
─Yo ni robo ni mato ─decía el sastre, ¿De qué tengo que
pedir perdón?
─Todos somos pecadores ─contestó el herrero con sorna.
─ Unos más que otros ─Terció Julito, que pasaba por allí.
Entonces, la casulla del cura empezó a moverse lo mismo
que la sabanilla del altar improvisado. Cayeron las velas encendidas, que el
monaguillo se apresuró a apagar. Movía el viento los cipreses del cementerio y
volcaba las macetas de crisantemos. Las flores de papel salieron volando, como
cometas de colores, las faldas de niñas y mujeres se subían a la cintura, a
pesar de los esfuerzos de sus dueñas para bajarlas. Empezó a llover y arreció
el viento. Algunos aguantaron estoicos el chaparrón, otros se refugiaron en el
tanatorio, que estaba abierto. Era un sitio frio y destartalado con una especie
de mesa de cemento donde se practicaban las autopsias, cuando alguien moría de
muerte violenta o se suicidaba. Una Virgen Dolorosa en una hornacina presidía
la estancia. Con el pelo mojado y poco asustadas las mujeres empezaron a cantar
el «Perdona tu pueblo Señor…». Un trueno horroroso se oyó a lo lejos y, al
mismo tiempo, se apagó la luz. Se hizo el silencio, alguien propuso rezar un rosario
y, Vicentita, que había sido monja, empezó a rezar con voz temblorosa.
A medida que se repetían las avemarías la tormenta se
alejaba. Luego, salió el arco iris y alguien dijo: «Es el símbolo del perdón de
Dios». Fueron saliendo todos poco a poco, comentando las incidencias y abriendo
los paraguas. El sol se puso, al fin, y todos regresaron a sus casas.
© Socorro González-Sepúlveda Romeral
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