Cuando atardecía, ella se dispuso a cortar la cebolla,
bien fina, para poner una capa en la base de la cazuela de barro y preparar el
asado. Siempre que cortaba cebolla lloraba y, ya que estaba llorando, aprovecho
para compadecerse de sí misma. Mientras se limpiaba las lágrimas con un paño de
cocina, pensaba en sus dos hijos, que con sus parejas y su nieto venían a
cenar.
No los veía con la frecuencia que ella deseaba. Se
escudaban en los trabajos, en los turnos, etc. Pero, en el fondo, ella sabía
que, a excepción de su nieto de tres años, los demás venían solo por
compromiso. Su marido le decía:
─No insistas,
mujer, ya vendrán ellos si les apetece.
Pero insistía,
porque para ella sus hijos lo eran todo. Nada más casarse, deseó tenerlos, en
su casa habían sido ocho hermanos. Cuando supo que no podía, el mundo se le
vino abajo; tuvo la sensación de que, como Eva, era arrojada del Paraíso. Se
sintió, como privada de algo que le pertenecía por derecho.
Luego, quiso llenar el vacío con el estudio y el trabajo.
Después, la odisea de las visitas a los
médicos especialistas, pruebas de esterilidad, intentos de inseminación
artificial, etc.
Cuando los tuvo en sus brazos, después de un largo proceso
de adopción, fue feliz al fin y se prometió educarles para que fueran felices. La
fórmula no existe.
La infancia de sus
hijos ella la vivió como un cuento de hadas. La adolescencia con ilusión,
aunque con discusiones constantes con su marido sobre si ser más o menos
permisivos. Cuando empezaron los
problemas: de estudios, de personalidad, amores, desamores, amistades… Ella los
abordó como pudo. Sufrió cuando su hija
dejó los estudios y se fue de casa;
cuando su hijo, que ahora era padre a su vez, se perdía en la noche y no volvía
hasta el día siguiente o pasaba dos o
tres días fuera de casa. Comenzaban las llamadas a los amigos, las citas con el
psicólogo ¡Un infierno!
El efecto de la cebolla había pasado y el asado estaba en
el horno hacía rato, pero ella seguía recordando y llorando. Fue a lavarse la
cara y a ponerse guapa para esperarlos. Llegaron con el tiempo justo para la
cena. Ella, como siempre, se desvivió por atenderles. Se sentaron en la mesa,
comieron animadamente hablando entre ellos, el tiempo que les dejaban sus
móviles. Su hijo la riñó por no echar suficiente sal en el asado, su hija por
dar un poco de comida a su perro, que
era muy delicado, su marido se disgustó porque ella, aprovechando que los chicos se habían ido a fumar a la
terraza y las chicas hablaban de trapitos, se puso a fregar los platos.
¿Qué he hecho mal?, se preguntó. Era el día de la madre.
Socorro González-Sepúlveda Romeral
Nada.
ResponderEliminarNo hizo nada mal.
Cada individuo ( incluidos hijos) toma sus decisiones y vive según su criterio y según puede....
Si bien, está madre debería pensar en ella. Ella debería ser su prioridad!!!
Que difícil.
Tiene que luchar contra siglos de cultura que tiene "pegada" a los genes.
Y eso suponiendo que no le importe " el que dirán" que en demasiadas ocasiones cuenta aunque no debiera....
Resumen: vamos a vivir priorizando el NOSOTRAS