Recién levantada, Leticia se asoma a la ventana. La humedad y la niebla envuelven los árboles del encinar. Aspira profundo y decide cabalgar unas horas. Atenta me espera, piensa. Ella y la yegua tienen ya quince años. Eran casi gemelas. Sonríe. Su madre estaba de parto en el hospital y su padre en las cuadras atendiendo a Rufina, su yegua adorada. Quizá esa fue la causa de su última desavenencia. Nunca le perdonó que hubiera preferido ver parir a Rufina antes que acompañar a su esposa en el nacimiento de su hija. En el fondo, Leticia comprende a su madre, aunque también reconoce que el parto de la mejor yegua, no era ninguna tontería. Se viste, recoge unas zanahorias, y antes de salir hacia las cuadras, bebe un café.
Según le contó Gerardo ––su padre nunca hablaba de ello––, pocos días después de su nacimiento, su madre lo abandonó. Y él, ella y los caballos se quedaron solos en la finca. Lo cierto fue que durante mucho tiempo no supo que había madres. Ni casi mujeres. Tampoco las echaba en falta, la verdad. Su padre desde que ella se fue jamás permitió que mujer alguna trabajara en la casa. Tampoco permitió que Leticia tuviera vestidos. Con la ayuda del mayoral y de Gerardo, el rechoncho cocinero que llegó de la casa de sus abuelos, la crio con el mismo mimo que a sus potrillos, con el mismo cuidado que a Atenta. Casi era un bebé cuando colgada dentro de un pañolón, la llevaba a lomos de la yegua por primera vez. Más tarde, bien sujeta por la cintura, cabalgaba sentada delante de él. Tiempo después, aunque sus piernecitas apenas le llegan a los estribos, ya iba sola, agarrada al cuerno, mientras la yegua era conducida por algún palafrenero. Y Atenta, como si supiera que lo que tiene sobre el lomo es el tesoro de su amo, la paseaba con ternura.
Al entrar en la cuadra, cual anemómetros, las orejas de su compañera la buscan. La joven le da una zanahoria. Con la silla entre las manos, se detiene un instante. Es fiesta y la yegua también tiene derecho a descansar, se dijo para sí. Luego de dejar la silla en su gancho, echa una manta de rayas por encima del animal. Llevándola a su lado, salieron al campo y comenzaron a pasear.
No estaban pasando un buen momento, piensa para sí la niña. Rufina, la vieja yegua de raza española, está muy enferma. Y su padre languidece junto a su querido animal en la cuadra. Anoche lo oyó llorar. Leticia siente las lágrimas en sus mejillas. Con el envés del guante se las limpia. Serán de frío, decide intentando respirar tranquila.
Desde que supo que su madre vivía, cada vez que a través de su padre intentaba preguntar algo sobre ella, él le daba la espalda refunfuñando: Ni lo sé ni me importa. Y fue Gerardo el que, ante su insistencia, le contó que su madre era muy joven cuando ella nació. Y estos montes no eran de su mundo, señalaba a través de la pared el horizonte. Era una mujer a la que le gustaba la ciudad, los amigos, y levantaba los hombros como si no lo entendiera y se volvía hacia sus fogones susurrando: Él no ha vuelto a ser el mismo desde que se fue. Siempre terminaba su perorata rumiando que en su defensa había que reconocer que la señorita se había casado muy enamorada de don Jaime.
Durante un tiempo Leticia buscó alguna foto de su madre en los cajones del despacho. Solo encontró un lote de cartas. La primera fechada dos años después de su tercer cumpleaños. Luego de ordenarlas, las leyó una por una. En todas, ella le rogaba que le permitiera volver. Que la perdonara. Mi marcha fue el arrebato de una mujer que no sabe lo que hace, escribía con temblorosa letra. Que al menos le enviara una foto de su hija.
Antes de dejar las cartas en su sitio, Leticia repitió una y otra vez su nombre. Lo mismo hizo con la dirección del remite hasta aprendérsela de memoria. Ya en su habitación, buscándola en Internet, la encuentra en Facebook. Era ligera, delicada, femenina. A veces aparecía en fiestas con diferentes hombres a su lado. Sin dejar de contemplarla, la niña pasaba con dulzura los dedos por el rostro que le mostraba la pantalla. Un día, ayudada por la dirección, localizó su teléfono grabándolo en el móvil.
Aquella mañana mientras paseaba rodeada de nieve y niebla, Leticia introdujo la mano en el bolsillo acariciando el teléfono. Como si supiera lo que quería hacer, Atenta detuvo su marcha junto a un pino. La niña tuvo unos instantes de duda. Con los dedos helados sacó el móvil y buscó el número.
––Papá y Rufina se están muriendo ––escribió en el WhatsApp.
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