La confusión, y el temor se
apoderaron del rostro del abuelo. Parecía perdido.
−Socorro, me secuestran −gritaba,
cuando vino a buscarle la ambulancia tras tropezar con sus propios pies y caer.
−No, abuelo, no te han
secuestrado. Vamos al hospital.
−¡Ah, bueno! ―Y sonriente me
daba palmaditas en el hombro.
Era al único de la familia que
reconocía y me llamaba por mi nombre. Le gustaba la cadencia de mi voz y a mí
me daba ternura ver su manera de ladear la cabeza cuando me buscaba. Muchos
años atrás aquella cabeza había tenido pelo.
−Dile a la abuela que prepare
nuestro flan de huevo.
Mamá Sara fue una gran
cocinera y una estupenda traficante de recetas. Compartía su saber con todas
las vecinas. Llevaba en el otro mundo unos cinco años. Desde entonces el abuelo
poco a poco fue en declive, y mi madre dejó de ser su hija y pasó a ocupar en
su mente el lugar de la abuela.
Nadie le llevó la contraria.
Una vez mi hermana le dijo que había muerto, que era viudo, que ahora vivía con
nosotros. Se echó a llorar. Le estábamos engañando, gritó enfadado.
−Abuelo, haz memoria, fuiste
a su entierro −siguió erre que erre la bocaza de la familia.
Nos dimos cuenta de que algo
pasaba cuando una noche le dijo a su mejor amigo que tenía una nieta realmente
fea, él que siempre había sido exquisito en su trato con los demás. Otro día se
negó a comer hasta que la abuela no viniera a sentarse a la mesa. Y cada mañana
tomaba el mismo libro de la estantería y lo leía como si fuese la primera vez
que lo tenía en sus manos.
La ambulancia rodeó el
edificio y ante la puerta principal bajaron la camilla.
−Abuelo, tranquilo. Te van a
poner una escayola. Vale.
―Vale ―y se arregló la
corbata.
―Yo estaré aquí esperando
para llevarte a casa.
−Me parece bien. Sabes, hijo,
los médicos siempre hemos pensado que hay tres «C» fatales para la vejez:
caída, catarro, y cagalera.
―No te preocupes, abuelo,
esta ha sido una caída muy simple.
―¡Ah! Entonces es que aún no
me ha llegado la hora.
Y por un instante volvió a
ser aquel hombre que sabía dónde ir, aquel que curó a tantos enfermos, aquel
que siempre había sido un ejemplo para mí.
© Marieta Alonso Más
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