Ver las orquídeas me retrotrae
al patio de mi casa, al dormitorio de mis padres, a esas noches de monstruos
debajo de la cama que siendo niño me hacían gritar y salir corriendo para de un
salto meterme en medio de ellos. Mi madre siempre se despertaba, mi padre seguía
roncando, entonces me abrazaba a ella entrelazando mi pierna con la suya. Y los
monstruos desaparecían. Le tenían miedo a mi madre porque ella le señalaba con
el índice la puerta y les ordenaba: Salgan de inmediato.
El olor del jazmín me lleva a
mi juventud, al paseo del pueblo, donde por una acera iban los chicos y por la
otra las chicas, para cruzar al centro cuando se creaban las parejas. Iba
orondo con mi blanca guayabera con ese ligero toque de añil que les dejaba mi
madre, con mi jipijapa regalo del abuelo buscando a la chica de mis sueños que
poco caso me hacía.
Se me hace la boca agua
pensando en ese lechón asado acompañado del arroz con frijoles negros que me
revierte al comedor de mi casa, cuando mi padre presidía la mesa y yo me
colocaba enfrente de aquella vitrina donde estaba la cristalería, un regalo de
boda que no se utilizaba, no se fuera a romper una copa y se estropeara la
docena. A mi derecha estaba el aparador donde se guardaba la vajilla, herencia
de la bisabuela. Ambos muebles eran intocables.
Si en las noches de estío
oigo maullar a un gato, ladrar a un perro, cantar un jilguero pienso que me
falta algo, que me voy a ir al otro mundo sin haber conseguido hacer del patio
de mi casa un zoológico. Me siento frustrado. Lo más que pude llegar a tener
fue una chiva.
Entonces me voy a la cama con
una gran sensación de tristeza que huye como si la persiguiera el diablo, al
arrebujarme entre las sábanas que me acarician cuando se acercan a mi piel
oliendo a limpio, y como me tapo hasta la cabeza nadie puede entrar en mis
sueños sin mi permiso.
© Marieta Alonso Más
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