miércoles, 2 de febrero de 2022

Amantes de mis cuentos: La fuerza de los sentidos

 



Ver las orquídeas me retrotrae al patio de mi casa, al dormitorio de mis padres, a esas noches de monstruos debajo de la cama que siendo niño me hacían gritar y salir corriendo para de un salto meterme en medio de ellos. Mi madre siempre se despertaba, mi padre seguía roncando, entonces me abrazaba a ella entrelazando mi pierna con la suya. Y los monstruos desaparecían. Le tenían miedo a mi madre porque ella le señalaba con el índice la puerta y les ordenaba: Salgan de inmediato.  

El olor del jazmín me lleva a mi juventud, al paseo del pueblo, donde por una acera iban los chicos y por la otra las chicas, para cruzar al centro cuando se creaban las parejas. Iba orondo con mi blanca guayabera con ese ligero toque de añil que les dejaba mi madre, con mi jipijapa regalo del abuelo buscando a la chica de mis sueños que poco caso me hacía.

Se me hace la boca agua pensando en ese lechón asado acompañado del arroz con frijoles negros que me revierte al comedor de mi casa, cuando mi padre presidía la mesa y yo me colocaba enfrente de aquella vitrina donde estaba la cristalería, un regalo de boda que no se utilizaba, no se fuera a romper una copa y se estropeara la docena. A mi derecha estaba el aparador donde se guardaba la vajilla, herencia de la bisabuela. Ambos muebles eran intocables.

Si en las noches de estío oigo maullar a un gato, ladrar a un perro, cantar un jilguero pienso que me falta algo, que me voy a ir al otro mundo sin haber conseguido hacer del patio de mi casa un zoológico. Me siento frustrado. Lo más que pude llegar a tener fue una chiva.

Entonces me voy a la cama con una gran sensación de tristeza que huye como si la persiguiera el diablo, al arrebujarme entre las sábanas que me acarician cuando se acercan a mi piel oliendo a limpio, y como me tapo hasta la cabeza nadie puede entrar en mis sueños sin mi permiso.

 

© Marieta Alonso Más

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