La exposición del pintor paraguayo Zeus Ugarte estaba siendo muy aplaudida. Amalia, crítica de arte, acudió a verla. El director del periódico en el que trabajaba, la había enviado a la muestra para escribir una crítica sobre uno de los cuadros. Cualquiera, el que tú elijas, murmuró el hombre un poco cargado de hombros, empujando la montura de las gafas sobre su pequeña nariz. Amalia, a la que no acababan de gustarle los ramos de flores, las familias y niños felices del estilo naif de las pinturas, pasó por delante de ellas sin decidir sobre cuál iba a hacer la crítica. De aquella exposición lo único que le hacía gracia era el apellido del pintor. De pronto, se detuvo ante uno diferente. La pintura, una casona norteña con un río y un rebaño de vacas, la hizo detenerse. ¿De dónde habría sacado el pintor aquella imagen?
—¿Le interesa esta pintura? —escuchó detrás de ella una voz con dulce acento suramericano.
Con el rostro fruncido, Amalia se volvió hacia él. Los ojos negros del hombre, viva imagen de su tío Antonio, le quemaban la piel como si aquellas pupilas fueran brasas. Salió corriendo de la sala de exposiciones. Pálida, sudorosa, pronta a desmayarse, llegó a la casa de sus padres, donde recordaron de nuevo la historia del tío Antonio.
Al lado del riachuelo alguien había construido la casa de los abuelos. Era grande, no sabía si bonita, porque las diferentes generaciones que vivieron en ella le habían añadido nuevas estancias: Un despacho con biblioteca, una hermosa antecocina en donde descansaban los empleados, salón para poder recibir a los políticos que llegaban de la capital… Lo último fue el comedor. Construyeron aquel cubículo para colocar la gran mesa de cuatro metros importada de Inglaterra. Era oscura, brillante, nada bonita, pero sus dueños se sentían orgullosos, tanto que con el único motivo de demostrar que en aquella casa cabían todos sentados a la mesa, propiciaban tres cenas: La del santo del bisabuelo, la fiesta del Patrón y la de Navidad.
Antonio, el mayor de todos los hijos, fue el que heredó la casona. Y lo hizo poco antes de casarse. Como también heredó las fincas que tenían en Paraguay, fuente de la riqueza de la familia. En uno de los viajes se trajo a una mujer con la que había contraído matrimonio. Era una india bellísima. Con unos ojos negros que, según quienes la conocieron, ardían como carbones. Se llama Tatá, la presentó orgulloso. Su nombre en guaraní significa fuego.
A ella nunca le gustó aquella casa. Aseguraba que hacía frío, lo que era verdad, pues esas casonas tan antiguas eran difíciles de calentar. Que había humedad, lo que también era cierto, ya que sus paredes se levantaban al lado del rio. Que por ella vagaban espíritus que no la querían. Y ahí era en donde unos, muy serios, mostraban estar de acuerdo mientras que otros se reían de ella. La hermana de Antonio, Carmen, fue la única que le dijo a Tatá que una casa tan antigua en la que habían vivido decenas de personas durante tantas generaciones, tenía debajo de sus tejados muchas historias, alguna de las cuales, y ahí levantó los ojos al cielo, ella sabía que no terminaron bien. Y le contó la de una tía abuela, viuda blanca, que se dedicaba a hablar con el que había sido su esposo, fallecido durante el convite de boda.
Apenas cinco años después de que la bellísima Tatá llegara a la vieja casona, expresó con firmeza el deseo de volver a su tierra. Mas su esposo se lo prohibió. Entonces ella comenzó a pasearse por la casa susurrando lo que creyeron eran simples cánticos, cubierta con un mantón de lana negro que se ponía sobre la cabeza. Decía la cocinera, y puede que fuera cierto, que debajo escondía hierbas, extraños huesecillos y estampas al revés. Al mismo tiempo que eso ocurría, Antonio, comenzó a tener mal aspecto. Su carácter alegre y cariñoso se volvió taciturno, enrabietado. Hasta que un día echó a todos sus hermanos y sobrinos de la casona. A partir de entonces, según la cocinera, comenzaron a verse luces que, como si fueran llamas de fuego, se paseaban por los grandes salones y se acercaban a las ventanas de los dormitorios. Asustados, uno a uno, se fueron despidiendo todos los trabajadores, excepto el ama, Chelo, quien al considerar a Antonio como si fuera su hijo, se negó a separarse de él. Nadie de aquella familia volvió a la casona, excepto Carmen, que solía regresar a la aldea de vez en cuando. Y lo hizo hasta que un día Tatá la agarró por el brazo diciéndole que no quería volver a verla. Aquella noche, al quitarse el vestido, allí, en donde Tatá le había tocado, tenía cinco pequeñas quemaduras en la piel. Aquellas marcas, como si del Ave Fénix se tratara, renacían cada noche.
Y Carmen tampoco volvió a la casa.
Varios meses después de aquella última visita, la familia recibió la llamada de don Francisco, el capellán de la casa. Estaba preocupado porque hacía varias semanas que el ama Chelo no iba por la iglesia. Tampoco lo llamaban para que dijera misa en la capilla de la finca. Añadió que se había acercado a la casa y que no encontró ningún signo de vida. Que ni tan siquiera, el perro guardián, había salido a recibirle. Le había llamado la atención que la ventana del dormitorio principal estuviera abierta y el visillo, como si fuera una paloma, bailara movido por el aire.
Cuando Carmen y sus hermanos, acompañados por la Guardia Civil llamaron a la puerta de la cocina, esta se abrió sin que ningún cerrojo la protegiera. Dentro, sentada a la mesa, con un cuenco de guisantes sobre las rodillas, estaba al ama Chelo. El perro parecía dormir a sus pies. Sus cuerpos sin vida estaban tiesos como varas, como si un aire, dijeron, les hubiera arrebatado la vida. Al entrar en el comedor vieron que en las paredes, pintados con ceniza, había extraños signos. Los crucifijos de los dormitorios se encontraban, uno tras otro, apoyados de espaldas contra la pared y sobre la gran mesa de madera oscura, yacía alguien cubierto por unas blanquísimas sábanas bordadas. Al descubrir la cabeza, vieron que Antonio parecía dormir feliz, plácidamente. Sin embargo, al seguir destapándolo, descubrieron el almidonado cuello de su camisa pegado a un cuerpo completamente carbonizado.
De Tatá, la familia Ugarte nunca más volvió a saber.
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