Nunca protestaré por haberme
precipitado en dar la mano al que desde hace cinco años es mi marido, un amante
y solícito hijo de viuda. Nunca. El problema es que cada vez con más fuerza,
siento la llamada del Sur y a mi suegra no hay quien le hable de marchar de su
tierra. Dice estar en el sur, y es verdad, vivimos en la zona meridional de
Estocolmo.
Viajé a este país escandinavo
para hacer un trabajo sobre los vikingos… Era verano y aquí me quedé. Ojalá
hubiese pasado al menos un invierno en este bonito país para calibrar la
decisión.
Necesito convencer a mi
hombre de las bondades de Andalucía. Necesito el sol, los chiringuitos, el día
con doce o más horas de luz. Necesito que mi marido deje de sonarse la nariz
cada vez que su madre y yo discutimos sobre el tema. Estoy hasta dispuesta a
que la suegra venga con nosotros. De momento no hay quórum.
Me niego. Me niego a invernar
otro año en Escandinavia. A veces pienso, que el amor debería ser como las
sevillanas: alegres, románticas y con algún que otro provocativo desplante.
Decidido. Ahí os quedáis.
Para dar pistas y que
espabilaran comencé a hacer las maletas. Nada. Saqué el billete de tren para
viajar de Malmö a Copenhague. Lo dejé a la vista de los dos. Nada. Llamé a mis
padres a Sevilla delante de ellos y dije el día que llegaba. Uno siguió leyendo
y la otra atenta a su programa favorito.
Llegó el día. Me despedí de
la casa en silencio. Mi marido y su madre se habían ido a hacer gestiones
varias, sin decir ni pío. Arrastré mis dos viejas maletas hasta la estación.
Asomada a la ventanilla del vagón noté que echaba a andar el tren. Busqué,
busqué y busqué entre la multitud un rostro conocido. A nadie encontré. Para no
sentirme tan triste robé adioses que eran para otros. Cerré los ojos. Los
pasajeros se fueron sentando. Al abrirlos los tenía enfrente. Me miraban
divertidos.
La vida es bella
© Marieta Alonso Más
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