Nadie cree en mí.
Nunca he publicado nada. A pesar de ello, soy Juan, el escritor. Sé lo que
quiero contar. El problema es que no sé cómo plasmarlo. El papel inerte sobre
la mesa espera con paciencia que vaya colocando una a una las letras sobre él.
Al cabo de un rato solo veo puntos diminutos que se han hecho sin pensar al
dejar caer de forma sistemática la punta del bolígrafo sobre el papel. A esos
puntos los miro de reojo. Están hechos sin ton ni son. La mayor parte de las
veces me quedo dormido. Al despertar los puntos han formado una cara que
refleja una sonrisa burlona.
Arrugo el papel hasta
formar una bola. Luego lo pongo de nuevo sobre la mesa e intento alisarlo.
Imposible borrar las cicatrices. Ya no es una hoja de papel perfecta. Yo
tampoco. Y eso hace que comience a escribir con frenesí todo lo que bulle en mi
cabeza. Al día siguiente las bolas de papel están en la papelera.
Esa fue mi triste vida.
Cartero de profesión y escritor frustrado. Ahora, en esta cama de hospital
donde espero la muerte con filosofía, mi nieta me ha dado un bofetón sin manos,
que me ha hecho replantear mi pesimismo. Desde niña guardó todas las bolas de
papel que tiraba a la papelera, las alisaba con ternura y a un archivo. Resulta
que ni corta ni perezosa se ha ido a una Editorial que contra todo pronóstico ha
confiado en mí. Y ha redactado un contrato con una cláusula que dice que si
muero los derechos de autor pasan a ella.
—Fírmalo abuelo. Yo te
haré famoso.
Y claro que lo firmé.
Por una vez, gracias a mi nieta, he sido valiente.
© Marieta Alonso Más
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