Se dio cuenta de que al
esconderse entre los rosales de su tía María Antonia, las espinas le pinchaban
los brazos. Y como tenía que seguir haciéndolo, buscó otro sitio. Un gran
macizo de hortensias rosas y azules se extendía al fondo del jardín, justo al lado
de la muralla que lo guardaba. Corrió y se metió entre ellas. Aquellas flores
eran tan tupidas y tan altas que allí no la encontraría nadie. De pronto, el
mal olor que expelían las flores le hizo pensar que tenía que buscar otro
escondite. Con cuidado para no romperlas ni estropearlas, se alejó de las
hortensias. A su tía aquellas flores le gustaban tanto que las colocaba por
toda la casa en cualquier jarrón. A ella le parecían más bonitas las rosas,
además su perfume era variado, a veces un poco fuerte, eso sí, pero elegante.
Se parecía mucho al de su madre, recordó inhalando con fuerza el aire con la
pretensión de encontrar aquel delicioso aroma. Echó un vistazo y percibió que
los macizos de las dalias estaban demasiado cerca de la casa y era fácil que la
encontraran. Decidió acercarse a la verja. Era posible que fuera de aquellas
tapias encontrara un buen lugar. Al llegar abrió la cancela y, como siempre, el
hierro cantó un desagradable chirrido. Salió y cerró despacio.
Detrás del camino estaban los
campos de hierba en donde pastaban las vacas. Además de darle miedo aquellos
bichos tan grandes, el suelo era liso como una sábana y no vio ninguna planta
alta en la que esconderse. Un poco más allá de los prados, justo en donde
comenzaba el monte, divisó un lugar tan lleno de flores que desde lejos parecía
que hubieran pintado el campo de blanco y violeta.
Unas veces a la pata coja,
otras dando saltos, pasó por delante de las vacas poniendo buen cuidado de no
acercarse demasiado. Tumbadas en el suelo, la miraban aburridas moviendo la
mandíbula de un lado a otro, una y otra vez. A lo mejor no les gustaba la
hierba, pensó. Lo cierto era que a ella tampoco.
Cuando llegó al campo de
flores vio que sus tallos eran bajitos, apenas un poco más alto que la hierba
que tenían alrededor. Sintió que el cansancio le impedía seguir y se tumbó
encima de la alfombra de margaritas. Olían bien. Quizá un poco amargo, se dijo
arrugando la nariz. Por otra parte, como su vestido era blanco, quizá la
confundieran con ellas. Comenzó a cortar flores hasta hacer un ramillete.
Cuando creyó tener bastantes, las dejó a un lado y se sentó. Recogió de nuevo
el ramillete y lo colocó sobre la falda. Susurraba la canción que le cantaba su
tía María Antonia mientras, una a una, las iba ensartando hasta hacer una
especie de cuerda larga, muy larga, que se enrolló al cuello.
Era casi de noche cuando
comenzó a sentir frío. Adornada con el collar de margaritas corrió por el
prado. Se sorprendió al no ver las vacas. Quizá era más tarde de lo que creía.
Entró en el jardín. Pasó por delante de los macizos de rosas y hortensias hasta
llegar a la casa. En la puerta, mirando de un lado a otro, la tía María Antonia
la buscaba. Con una sonrisa que le recordó a un sollozo, la agarró por la
cintura y la alzó. ¿Dónde había estado toda la tarde, Chiquitita? Ella se colgó
del cuello de la mujer. ¿De quién quería esconderse? La niña le cogió la cara
con las manos. Ya no se acordaba, mintió a sabiendas de que al día siguiente
volvería a esconderse. A ella no la guardarían en una caja los señores de
negro, decidió arrancándose el collar de margaritas.
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