En una noche fría en un
campamento del norte de Egipto, Alejandro Magno decidió emprender una
expedición con sus soldados. Ellos, desconcertados por la hora de partida,
cogieron sus armas.
Un soldado llamado Damián, no
quería ir, pero sabía que no se podía negar. Alejandro gritó: ¡Adelante! Y
todos los soldados empezaron a caminar en dirección al desierto.
Al entrar en ese arenal, un
soldado alertó a Alejandro de una especie de nube gigante, entonces Alejandro
decidió dar media vuelta. Damián, estaba agotado, empezó a costarle andar, la
armadura le empezó a pesar y los ojos se le empezaron a cerrar. Cayó en la fría
y seca arena.
Despertó de un salto, y cuatro
hombres con turbantes de un azul oscuro estaban observándole. Asustado, preguntó
si tenían agua, ellos callados, seguían
mirándole. Se hizo entender mediante gestos que quería beber. Estos, le dieron
agua en una especie de recipiente hecho de piel de cabra.
Damián, agradecido les
entregó un collar de plata como muestra de gratitud. Y los hombres de azul le
indicaron que se subiese a uno de los camellos, que estaba cargado de alforjas.
Entonces uno de los hombres grito:
¡Haa! Y todos marcharon en dirección a algún lugar desconocido para el pobre
Damián.
Después de unas horas,
llegaron a lo que parecía un pequeño pueblo de gente de azul. Damián estaba
sorprendido por el número de personas que habitaban allí. Un hombre con una
especie de turbante gigante, le habló en su idioma y le dijo que ellos eran los
tuaregs.
Una vez instalado allí,
Damián aprendió sus costumbres y tradiciones y así hasta el final de sus días
queda el recuerdo de un hombre misterioso.
©Alejandro Calleja Romeralo
15 años
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