Al despertarse, la música que le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, le hizo recordar la noche pasada. Sintió un leve mareo. Sin moverse, continuó sentado en el borde de la cama agarrado al colchón. Se dio cuenta de que tenía puesto el pantalón del pijama, sin embargo, la camisa era la misma que llevaba en la casa de Jacinta. Una arcada le subió a la boca. Apretó los ojos. Sentía unos golpes en la sien, como si un pájaro carpintero le estuviera picoteando el hueso. Giros y giros. Vueltas y vueltas. Parecía que estuviera montado en un carrusel. ¡Qué mareo! Ahora lo recordaba. Anoche la música en la casa de Adela era agobiante. Y el humo, quizá incienso, junto con el intenso perfume a almizcle, y sin duda las bebidas, en algún momento le hicieron perder el sentido. De pronto recordó que tenía que ir al despacho. Había convocado una reunión importante para esa mañana y se le estaba haciendo tarde. Quizá después de una buena ducha estaría más recuperado, pensó. Al entrar en el cuarto de baño, inmediatamente, abrió el grifo. Sin esperar a que saliera el agua caliente metió la cabeza debajo. Al ir a enjabonarse, vio que todavía llevaba puestos el pijama y la camisa. Sin salir de debajo del agua, con dificultad se los quitó.
Aunque él siguiera viviendo todavía en la misma casa de sus padres, en los trescientos metros del palaciego piso de techos altos, hizo que le construyeran un apartamento de soltero. Grandes y espaciosos salones, una moderna cocina, y dos habitaciones. Para la suya, con un balcón a la esquina de la plaza de la Marina, pidió que le hicieran un baño inmenso. Era digno de un alto ejecutivo como él. Ahora el agua caliente le caía encima de la cabeza, y los chorros laterales le golpeaban la espalda. Después de varios minutos del húmedo masaje, comenzó a encontrarse mejor. Un buen desayuno y a la oficina, decidió mientras cerraba los grifos. Aunque poco iba a poder hacer en aquel estado, pensó. Envuelto en la toalla, tomó un café cargado y un jugo de naranja con un calmante efervescente que siempre le daba buen resultado. Mordisqueó unas galletas. Después comenzó a vestirse.
Hacía mucho frío cuando pisó la calle. Aquella música de nuevo le daba vueltas en la cabeza. ¿De dónde venía ahora? Miró a su alrededor. Nada. Decidió ir caminando hasta la oficina. Así aquel aire helado terminaría con la resaca. Dio la vuelta a la esquina y salió a la Plaza de Oriente. Ahora el sonido era nítido, fuerte, repetitivo. Se detuvo. Sí. Era la música del carrusel. Recordó a Amelia saltando a su lado. Apenas eran unos niños cuando corrían hacia él. Ella siempre sentada entre las alas de un cisne, como las princesas, decía, y él en un caballito a su lado. Recordó la vez que al volver de la universidad coincidieron en el portal. Era una presumida jovencilla, que altanera caminaba abrazando los libros.
—Amelia.
Ella se volvió. ¿Vamos? Lo han vuelto a instalar. No tuvo que decir nada más. Amelia le sonrió cerrando los ojos como las chinitas. ¿De verdad me estás invitando a dar una vuelta en mi carroza de cisne? Jorge le recogió los libros y los dejó en la portería junto a los suyos. Quedaron de nuevo para volver al día siguiente, y continuaron reuniéndose hasta que terminaron sus carreras. Y fue entonces cuando ella, seria, le habló de casarse, quería ser una madre joven, añadió. De pronto recordó el brillo de sus ojos cuando le dijo que él no era para ella. ¡Qué verdes eran en aquel momento! Nunca volvió a ver otros del mismo color. Al escuchar que no pensaba contraer ningún compromiso que no fuera el de su trabajo Amelia aleteó las pestañas. Y sin más, bajó del carrusel. La vio caminar con la cabeza inclinada.
Pasaron los años y el trabajo, el éxito, los compromisos y viajes, no le permitieron mantener ninguna relación de manera estable, duradera. Eso era algo para los currantes, decía riendo a las mujeres que lo acompañaban. Era algo para lo que ya tendría tiempo. Ahora no. Ahora quería triunfar y divertirse. Esa música, y se llevó la mano a la sien. Esa música le seguía girando y girando en la cabeza. Alguien le dijo que Amelia contrajo matrimonio con Alberto, un chico de lo más común, lo recordaba bien. Que tenía varios hijos, y que había abierto una farmacia. Quizá, como le solía pasar a la gente corriente, hasta era feliz, sonrió despectivo. Ahora la música sonaba nítida, repetitiva. Delante de él estaba el carrusel.
Comenzó a molestarle la humedad en los ojos y se los restregó. Quizá fuera el frío.
El tiovivo comenzó a girar.
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