viernes, 31 de mayo de 2024

Costa Amalfitana: Amalfi y Positano

 



Patrimonio de la Humanidad 1997.

El símbolo de la costa Amalfitana es un zorro pescando, una prueba de la relación que en ella existe entre el mar y la montaña.

 

Amalfi

Se encuentra en la boca de una profunda garganta al pie del Monte Cerreto, de 1315 m de altura, rodeada por acantilados.

La fundación de Amalfi se remonta al siglo IV a.C., pero la primera referencia escrita sobre Amalfi data del año 596 en la que se habla de una villa fortificada que tenía el estatus de sede episcopal. En el año 839 la región declaró su independencia. Fue una potencia marítima y comercial desde el siglo IX hasta finales del siglo XI. intercambiando su grano, sal, esclavos e incluso madera traídos desde el interior de Italia, a cambio de dinares de oro de Egipto y Siria, que usaba para comprar sedas al Imperio bizantino que luego eran revendidas en Occidente. Los mercaderes de Amalfi ya empleaban monedas de oro para comprar tierras en el siglo IX, mientras la mayoría de Italia todavía funcionaba a base de trueque.

Los núcleos urbanos que se construyeron tenían las casas muy juntas, gravitando sobre las escarpadas colinas unidas por callejuelas y escaleras que recuerdan los zocos árabes. Una original arquitectura nació en Amalfi y se desarrolló con el nombre de estilo «árabe normando».

La Catedral románica. su Claustro del Paraíso. Su Cripta, donde se encuentran las reliquias de san Andrés apóstol, hermano de Simón Pedro, merecen una visita.

Durante el dominio español se creó el ducado de Amalfi que todavía es un título nobiliario español, con Grandeza de España, otorgado por primera vez por el rey Felipe IV a Octavio Piccolomini de Aragón el 13 de noviembre de 1642, desde Nápoles.

 


Positano

Parte integrante de la antigua República Amalfitana, una de las más pujantes durante la Alta Edad Media, su activo puerto entró en decadencia como consecuencia de la desaparición de la república debido a las incursiones de Roger II de Sicilia y los pisanos.

La suerte del pueblo comenzó a cambiar en los años cincuenta del siglo XX, gracias al turismo. Entre sus productos destacan la moda, la cerámica, el limoncello…

Uno de los más ilustres visitantes del pueblo, el novelista estadounidense John Steinbeck contribuyó a dar a conocer el atractivo del pueblo con su artículo de mayo de 1953 en el Harper’s Bazaar: 

«Positano te marca. Es un lugar de ensueño que no parece real mientras se está allí, pero que se hace real en la nostalgia cuando te has ido».



Os encantará

miércoles, 29 de mayo de 2024

Cristina Vázquez: La huida

 


La mañana que Aurora abrió la puerta del cuarto de su hija y comprobó que los armarios estaban medio vacíos y la cama sin deshacer, se sentó echando una mirada alrededor y con los dedos cruzados, murmuró. “Suerte, hija”. Y dio un suspiro.

Al salir de la habitación, simuló un gesto compungido, casi horrorizado, al comunicar a esos dos la desaparición de Elena. Se había llevado la ropa, el pasaporte no estaba. Ni el cepillo de dientes. Después de gritarle que no dijera tonterías, el padre seguido del hijo, que cada vez imitaba con más precisión los modos violentos y antipáticos de su progenitor, aseguraron que ella debería saber dónde estaba.

—No se te ocurra engañarme si tienes alguna idea de lo que ha podido pasar —gruñó su marido con los ojos inyectados.

Aurora se levantó del sofá y dijo que iba a preparar café. ¿Cómo podía creer ni por un momento que era capaz de ocultarle algo a él?

—Por Dios, Germán, no pierdas la cabeza esta vez —suplicó llorosa.

Padre e hijo organizaron un terrible revuelo. Con las caras descompuestas llamaron a hospitales, policía, al trabajo de Elena, amenazándoles, como si tuvieran la culpa de su desaparición.

 —Y tú, mujer, haz algo —bramó el marido—. Parece que te ha dado un aire. No seas tan inútil, carajo.

Su padre tenía razón, por qué no iba a preguntar a las vecinas o a las amigas, a lo mejor podían tener alguna idea de su paradero. Demasiado tranquila la veía, aseveró el hijo poniendo un gesto de despectiva duda tan parecido al que exhibía Germán. Alguien tendrá que conservar la calma, contestó Aurora en tono reflexivo. Y el hijo se calló. No era mal chico, pero le faltaba caletre para desprenderse de los aires de matón aprendidos en casa. Y por un momento Aurora vio una luz de desconcierto en sus ojos.

—Ahora voy, en cuanto haga el café empiezo a preguntar —le apretó el antebrazo—. Tranquilízate, que con uno disparado ya tenemos bastante.

Y mientras ponía los filtros de la cafetera rezó en voz baja por su hija. Por su querida y rebelde Elena. Le tembló la mano al echar el café. Hoy seguro que le saldría mal, y el otro, seguro, que protestaría por su torpeza. Mi querida Elena, que San Cristóbal te proteja, que encuentres bien las conexiones, que la Virgen del Camino te acompañe…

—Pero qué carajo resoplas, en vez de estar ya llamando —la presencia de Germán en la cocina apagó la suave luz de la mañana de abril que se colaba entre los visillos—. Vamos, qué lenta eres, ya está llegando la policía.

Sirvió el café al sargento, al que conocía desde hacía años y este prometió que haría todo lo posible. Ya sabía del cariño que tenía a su familia y la miró con ternura.

—Son muchos años de conocernos, Aurora.

El padre interrumpió exigiendo que se pusieran en marcha ya, las cuarenta y ocho primeras horas eran básicas. Y a la mujer, que se fuera a preguntar, a intentar saber algo. Aurora se puso un pañuelo a la cabeza, una gabardina y salió. Fue a la estación de trenes a mirar los horarios y calculó que podía haber sido en el de las veintiuna treinta, el nocturno. Se llenó, ahora sí, de angustia, al pensar si se habría encontrado con Paul, un viejo y buen amigo. Dio un paseo por la alameda para tranquilizarse y retrasar el regreso a casa.

Al entrar en ella, vio el dispositivo que había organizado Germán. Ante un mapa desplegado sobre la mesa del comedor, daba gritos por el teléfono, calculaba posibles rutas, preguntaba si habían soltado a alguien de la cárcel. El hijo iba y venía obedeciendo a sus demandas, una cerveza, otra para el cabo de la Guardia Civil, no, que estaba de servicio. Que no fuera flojo y él también se marchara a preguntar en la discoteca del pueblo y a los chicos que podían conocerla. Vamos, que no fuera tan ineficaz como su madre. Arrea y trae algo consistente. Algo que nos sirva.

Aurora confirmó que nadie sabía nada. Las amigas se quedaron horrorizadas cuando se lo preguntó, en el trabajo estaban sorprendidos, y nadie la había visto la noche anterior.

¡Qué inutilidad de mujer!, resopló Germán. ¿Al banco no se le había ocurrido ir?, preguntó de mal modo. No, claro, a la señora no se le ocurría. Pues que supiera que había desaparecido dinero de la cuenta. ¿De verdad?, la cara de sorpresa de Aurora era convincente. Y una sonrisa se instaló en sus ojos.

Los días pasaron entre gritos, esperanza y desesperanza, noticias confusas y vio cómo su marido se iba achicando, igual que si un peso invisible le fuera bajando los hombros. Por primera vez sintió cierta piedad por ese hombre.

Cada dos días Aurora iba a Correos. Había abierto un cajetín, el 356, fecha del nacimiento de Elena, el tres de mayo del 2006. Y al cabo de diez días, por fin apareció la postal en la que salía la librería de Paul en Limoges. Su hija ya estaba a salvo.

© Cristina Vázquez

lunes, 27 de mayo de 2024

MJ Pérez: El fin de una era

 


 

No paro de reflexionar. Parece ser un don natural, algo inherente a mi persona y que no puedo despegar de mí por mucho que lo intente. Por muchos mecanismos o rutinas que pruebe. Aunque no siempre son pensamientos oscuros (al menos con eso debo quedarme). En ocasiones son pequeños pensamientos que me hacen sonreír.

 

Por ejemplo, hace unos días acabé una saga de libros que llevaba bastante tiempo conmigo y a la que tengo mucho cariño porque ha sido la que me ha hecho abrazar la ciencia ficción, un género que no terminaba de encajarme del todo pero que ahora mismo no puedo soltar.

 

En concreto, haciendo cuentas, la reseña que hice al respecto de la primera parte de esta colección es final de abril de 2017. Hace siete años. Si nos paramos a pensarlo, siete años son (en bastantes casos) lo que duran algunas relaciones o toda la vida de un niño o una niña.

 

Durante todo este tiempo, he sufrido con los personajes, me he emocionado con ellos y han acabado por convertirse casi en amigos. A veces, con las sagas de libros largas y con las que cuentan con protagonistas carismáticos y bien construidos se da esta curiosa circunstancia: les coges cariño e incluso te cuesta despedirte de ellos una vez cierras el libro.

 

Es algo muy especial y que nos ocurre a las personas que consumimos ficción (pasa también, por ejemplo, con las series de televisión y con los cómics entre otras cosas). También produce nostalgia, un poco de tristeza pero sobre todo, al menos para mí, alegría. Porque he llegado hasta aquí y porque he disfrutado del camino.

 

Se acaba una era, finaliza una saga, pero me quedo con todo lo que me ha dado, con todo lo que he aprendido y con todo lo que he disfrutado.

 

Una vez más, elijo ser lectora.

 

 

© MJ Pérez

jueves, 23 de mayo de 2024

Julia de Castro: La memoria de la lavanda de Reyes Monforte

 



 

Empezamos el otoño y os traigo un libro que me ha costado acabar, no voy a culpar a nadie, no era mi momento.

 

Una pérdida irreparable. Una separación irresoluble. El abismo de una soledad no deseada, no buscada, no pedida. La terrible desolación en la que te sume la muerte de la persona a la que amas, “tu lugar favorito en el mundo”. Todo lo demás, lo que sigue vivo y en movimiento alrededor se convierte en más irreal que esa oscura ausencia de la que no hay forma de escapar.

En esta novela, el duelo lo llena todo y el resto queda en un segundo lugar como un neblinoso decorado apenas necesario. La intriga y los secretos, las relaciones personales y sobre todo, el impresionante paisaje de la lavanda en plena efervescencia de Tármino como telón de fondo, se quedan desdibujados por el persistente y repetitivo bucle en el que la protagonista se ha quedado encerrada, atrapada como en la red de una pegajosa araña de cientos de patas peludas.

Para mí, este no era el mejor momento para leer esta novela de Reyes Monforte. Ha habido muchos momentos en que hubiera cerrado sus páginas, tirado la toalla, pero una vez que empiezo un libro, me resulta muy difícil dejarlo a medias. Debe ser alguna frustración del pasado, algún trauma infantil, algún complejo de la niñez que es de donde dicen, vienen todos los complejos.

 

“Al igual que el duelo, la espera tiene sus fases. Hubo un momento al principio de la pesadilla, en que todo consistía en esperar y en tu ignorancia crees que esa es la peor parte: esperar el diagnóstico inicial, esperar la llegada del médico con las conclusiones de la biopsia, esperar los resultados de los análisis antes de cada ciclo, esperar tumbado en la camilla a ser introducido en el agujero del tomógrafo que tardará entre treinta y cincuenta minutos en tomar las imágenes internas del cuerpo para realizar el PET TAC. Esperar que el nuevo ciclo venga sin efectos secundarios, que la nueva medicación funcione, que salga algo nuevo en un tiempo récord que te permita seguir esperando…


©Julia de Castro

Mi otoño en libros

Septiembre 2020

 

 

 

martes, 21 de mayo de 2024

Blanca del Cerro: El color de la mente. Reseña

 



            Marieta Alonso, escritora y amiga, presentó el viernes pasado su nuevo libro titulado El color de la mente, en la biblioteca pública Elena Fortún, en la calle Doctor Esquerdo, de Madrid. Puedo afirmar que la presentación fue un éxito de público y ventas.

            El tema de la novela no es sencillo, sino al contrario, pues trata de la vida diaria de los enfermos de un centro psiquiátrico, con tres protagonistas principales, Martín, William y Amador, estando los dos primeros internos en el hospital por problemas mentales, y siendo el tercero uno de los cuidadores. Los tres, que se hacen buenos amigos, presentan grandes diferencias, empezando por el color de su piel pues pertenecen a tres colores distintos: blanco, tostado y negro, ya que uno es español, otro cubano y el último africano. A lo largo del libro nos vamos introduciendo en sus vidas que, en ocasiones, guardan secretos inconfesables. El entorno en el que se encuentra el hospital es la sierra de Guadarrama, un pueblo de Madrid y un lugar paradisíaco que la autora sabe describir a la perfección y en el que nos introduce a medida que avanzamos en la lectura.

            Considero que no es fácil hablar sobre un tema de tal envergadura y, mucho menos, penetrar en la mente de este tipo de enfermos, algo que Marieta ha conseguido de manera magistral.

            La novela está bien escrita, bien ambientada y bien documentada, y guarda en su interior una serie de pensamientos filosóficos que nos hace detenernos a meditar. Es corta pero intensa —la he terminado en dos días—, y diferente a todo lo que hasta ahora he leído de esta autora.

            Espero que Marieta Alonso nos siga deleitando con su prosa, su valentía por introducirnos en determinados temas y su sonrisa, pues es una mujer que siempre está alegre y que contagia su alegría.

            Un libro recomendable, con el que creo que el lector disfrutará, al igual que yo he disfrutado. Y mucho.

            Gracias, Marieta.

domingo, 19 de mayo de 2024

Liliana Delucchi: Limoges

 


A pesar del aire de otoño que dobla la esquina, cuando Adrien enfila la calle de la librería, aspira un suave olor a verano. Allí sigue, tantos años después, con su estructura de madera azul-verdoso medio desvencijada y la magia de un interior donde todo es posible, hasta creerse en agosto a mediados de noviembre.

La puerta entreabierta permite que un remolino de hojas secas busque cobijo, como si supieran que serán bienvenidas. Cuando Adrien la empuja para entrar, el gemido de la madera hace que el hombre que está detrás del mostrador alce la mirada por encima de la montura de sus gafas. Se las quita, limpia los cristales y enarca las cejas antes de abrir los brazos y acercarse al visitante, sonriendo.

—¡Eres tú!

Adrien responde emocionado al saludo. Está allí, otra vez, solo que ahora él es el alto, fuerte y el señor Deauville ha encogido y casi no tiene pelo.

—¿Una limonada? —los ojos inteligentes del librero brillan entre surcos. Con pasos ligeros para su edad se encamina a la puerta, la cierra porque a esa hora ya no vendrá cliente alguno y además, dice, tendremos que celebrar este encuentro. Mejor dejar de lado la limonada, que en la trastienda tengo un buen pastis.

—Prefiero invitarlo a comer. Las bebidas las dejamos para más tarde.

El anciano pide unos momentos para ir a buscar su chaqueta, tiempo que el joven aprovecha para reencontrarse con ese lugar sagrado en el que ha pasado los mejores veranos de su infancia.

A pocas calles de la librería sus padres conservaban una casa familiar donde transcurrían las vacaciones y se reencontraban con parientes y amigos, pero ninguno de ellos tenía hijos de su edad, por lo que el niño deambulaba por las calles o las páginas de algún libro. Los de la biblioteca de su abuelo no le interesaban. Una mañana en que salió de expedición por el barrio viejo encontró la librería. Paseaba sus ojos por los anaqueles cuando una voz lo sorprendió a sus espaldas.

—No creo que lo que buscas lo encuentres ahí.

—¿Cómo sabe lo que busco?

—Porque tengo muchos años de librero y reconozco las miradas inquietas —y con un gesto le indicó unos estantes con ejemplares encuadernados en azul. Cogió uno y se lo entregó—. Empieza por este. Cuando lo termines, lo traes y te daré otro.

—No llevo dinero. ¿Se lo puedo pagar cuando vuelva por el siguiente?

—Mejor me lo pagas con uno escrito por ti.

Adrien sonríe ante el recuerdo y aspira ese olor que embarga la estancia, una mezcla de papel, humedad y madera vieja que un ramo de gardenias frescas intenta disimular. Se acerca a las flores y, al olerlas, una imagen se superpone sobre el cristal del escaparate.

—¿Has vuelto a verla?

Las palabras del anciano no lo sorprenden. Al igual que el perfume de esos pétalos, forma parte del lugar, como el rostro que acaba de vislumbrar en los vidrios, incluso la voz que no escucha desde hace tiempo.

—No desde que se fue a Nueva York. ¿Ha vuelto por aquí?

—Cada verano —responde el anciano al tiempo que se arregla las solapas de la chaqueta—. Este año me trajo un ejemplar de su última novela. ¿La has leído?

—Es maravillosa —responde Adrien intentando que su voz no denote emoción, aunque sabe que el señor Deauville la percibe.

La torpeza del niño al empujar la puerta de la librería, no solo tiró al suelo el ejemplar que llevaba en sus manos, sino que hizo lo mismo con la niña de melena cobriza y vestido de tirantes. Ella no se enfadó, sino que le tendió la mano para que la ayudara a levantarse, sonrió y le preguntó qué estaba leyendo.

—Veinte mil leguas de viaje submarino —contestó el chico con un tartamudeo que lo hizo enrojecer.

—Mujercitas —dijo la niña mostrándole el libro que había caído con ella—. Al igual que Joe, seré escritora.

—Yo, científico, como Pierre Aronnax.

—¡Qué tontería! Si decides ser científico, solo serás científico. En cambio si escribes, puedes ser lo que quieras cuando quieras. Hoy científico, mañana astronauta, pasado actor…

A pocos pasos, el señor Deauville los miraba complacido.

Ese primer encuentro dio lugar a otros y entre narraciones, comentarios y las limonadas que les servía el librero, terminó el verano. Prometieron escribirse y lo hicieron. Para cuando se vieron el siguiente agosto, ambos habían escrito algunos relatos que corregían a la sombra de un viejo roble siguiendo los consejos del señor Deauville. Tuvieron que esperar hasta la universidad para estar todo el año juntos, pero a pesar de la fascinación que les producía París, en cuanto tenían unos días de vacaciones volvían a Limoges, a la casa solariega de él, y a la vieja librería.

Sin embargo, París logró abducirlos con sus múltiples posibilidades; pero las cosas que están a punto de suceder no suceden y acontecimientos no previstos se presentan con los brillos de los sueños. Era difícil resistirse. Él no lo hizo. Ella tampoco. Y las expectativas insensatas, condenadas por su propio exceso al desengaño, los llevaron a un punto que creyeron sin retorno. Por eso, nada más verla sentada a la mesa de siempre en el café de siempre, supo lo que Madeleine iba a decirle. Caminó unos pasos hacia ella pero a medio trayecto se arrepintió. No quería oírla. Prefería guardar su imagen mirándose al espejo que recordar eternamente unas palabras que no quería escuchar.

Y así, el mes de junio siguiente se instaló solo en la casa de Limoges y transcurrió el verano en un silencio acobardado y huraño apenas roto por escasas visitas a la librería. A veces hablaba en voz alta para escuchar una voz en la estancia vacía. Borraba en el ordenador capítulos de esa novela que no lo convencía y redactaba cartas a Madeleine que no sabía dónde enviar y que a veces ni llegaba a escribir. No podía calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la vio, que tocó su piel. Miró por la ventana y sintió la ausencia entre sus brazos. Todo conspiraba contra su felicidad y, a pesar de ello y sin saber muy bien cómo, logró terminar la novela.

Adrien se acerca a los estantes donde están los libros encuadernados en azul. Recorre sus lomos con una mano cargada de nostalgia, la detiene en el título de Julio Verne que llevaba aquella tarde en que conoció a Madeleine. Lo coge, y entre sus páginas encuentra la flor seca. La gardenia que ella le había dejado para que la recordara. ¡Como si hubiera podido olvidarla!

—¿Nos vamos? —La voz del señor Deauville lo devuelve al presente.

—Deme un momento, por favor.

Se acerca al ramo de flores que está sobre la mesa, coge una y la mete dentro de las páginas del ejemplar de su última obra.

—Para ella, por si vuelve.

© Liliana Delucchi

viernes, 17 de mayo de 2024

Joaquín Sorolla: Madre


 


La gama de blancos que el artista despliega en este cuadro, emociona. Realizado en óleo sobre lienzo nos habla del nacimiento de la tercera hija del pintor, Elena, el 12 de julio de 1895. Hoy lo podemos apreciar en el Museo Sorolla de Madrid.

Muestra una escena íntima mediante su manejo de la luz y el color. Clotilde reposa en la cama tras el parto con su hija recién nacida. Sus cabezas están vueltas una hacia la otra.

Composición sencilla que imprime volumen al utilizar suaves tonos verdes y amarillos entre la gama de blancos de las sábanas del lecho, de la almohada, de la pared, en una atmósfera cargada de intensas sensaciones.

En la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1901 que tuvo lugar en Madrid, este pintor español, Joaquín Sorolla, el de mayor proyección internacional de su tiempo, mostró por vez primera un centenar de sus cuadros. Y «Madre» estuvo allí.

 

miércoles, 15 de mayo de 2024

Nuevo Akelarre Literario nº 104: El Rastro de Madrid



El Rastro de Madrid

Mercado al aire libre que se celebra los domingos y festivos en el popular barrio de La Latina de Madrid.  Con más de 400 años de historia, en el mismo se pueden encontrar tanto objetos cotidianos como curiosos artilugios antiguos. Se sitúa en torno a la Ribera de Curtidores, una cuesta pronunciada a lo largo de la cual se extienden cientos de puestos.

En este escenario se sitúan la historia de una mujer obsesionada con la búsqueda de un objeto en particular; la de una viuda que encuentra en este mercado su forma de vida; una joven que descubre un secreto familiar y otra que tiene un encuentro inesperado.

Pincha en el link y disfruta

https://www.nuevoakelarreliterario.com/el-rastro/ 

lunes, 13 de mayo de 2024

Feria del Libro de Vallecas 2024


 

Nunca dejes de leer

Malena Teigeiro: Las mujeres de la familia de Camille

 


Su madre, Adelle, le había contado que durante muchos años aquella librería fue el lugar de reunión de su bisabuelo y de su abuelo. Según ella, iban a leer todo lo nuevo que se publicaba sobre ciencia, política, arte, así como también las novelas de heroínas, como Juan de Arco o de atribuladas damas de la alta sociedad, como Anna Karenina. Y siempre, al finalizar la cena, le manifestó, ellos les relataban sus lecturas a la luz de la lumbre. Recordaba Camille que su madre, después contarle aquello, suspiró profundo cerrando los ojos, como si aquel recuerdo de alguna manera le doliera.

En cambio, Antoine, el padre de Camille era diferente. Nada tenía que ver aquel que había sido el joven más apuesto y conquistador de Limoges con el padre y el abuelo de su madre. A él solo le gustaba trabajar la tierra, criar vacas y, sobre todo, hacer queso. También le placía jugar a las cartas en la taberna y bailar con su mujer en las ferias. En su honor había que decir que sus quesos eran conocidos como unos de los mejores de la comarca, lo que a su madre le hacía sentir un orgullo parecido al que tenía por sus hijos.

Y recordando lo feliz que se sentía al escuchar las historias que sus mayores les narraban delante del hogar, Adelle comenzó a hacer lo mismo con sus hijos. Una noche, respondiendo a la pregunta de uno de sus hermanos, Camille se enteró de que sus abuelos conocían todas aquellas historias a través de los libros que adquirían en la antigua librería. En ese mismo instante decidió que ella haría lo mismo, y dirigió sus pasos hacia la vieja tienda.

El librero, un hombre de edad avanzada, cuando escuchó su nombre la saludó cariñoso. Quizá recordaba a sus mayores. Ella le explicó que no tenía dinero para comprar los libros, por lo que le pedía el favor de que se los dejara para leer allí, en cualquier rincón de su librería. A cambio, le llevaría un queso de los que hacía su padre.

—Bien. Pero solo una vez cada quince días —percibió Camille una divertida luz en los viejos ojos del hombre, ya del color del agua vieja—. No quiero que tu padre piense que me como sus quesos gratis.

Así, sin que sus padres lo supieran, comenzó a ir, tal y como habían decidido, cada quince días a leer. Entre el olor a papel, a lápiz, a tinta de las páginas y más páginas que leía, Camille se sentía bien, por lo que fue acortando el tiempo de sus visitas hasta ir casi a diario. Nada más entrar, le pedía al anciano los libros en donde se narraban las historias que le había escuchado a su madre. El hombre se los entregaba y ella, sentada en el suelo de piedra, entre dos viejas vigas pintadas de verdiazul, pasaba las hojas a la vez que casi imperceptiblemente movía los labios. Al llegar la hora de volver a su casa, sonriente, quizá un poco arrebolada, dando las gracias dejaba el libro encima del mostrador.

Pasó el tiempo, y no sin sorpresa, el hombre se dio cuenta de que Camille tardaba exactamente el mismo tiempo en leer cualquier hoja, ya fuera el texto largo, corto o denso. Luego de pensarlo mucho, una tarde decidió introducir dentro de las tapas de la novela que le había pedido la niña, otra diferente. Y vio que arrebujada entre las vigas, Camille leía con el mismo interés.

Al siguiente día el hombre se le acercó. Se acomodó a su lado y le habló de una novela, ya un poco antigua, pero que le iba a divertir: Los tres Mosqueteros.

—Ya la conozco —le replicó risueña. Y para no malgastar luego el tiempo buscando la hoja, dejó un dedo entre las páginas del libro—. Pero me gusta más leer las novelas que cuentan tragedias románticas que las de peleas entre caballeros.

—Sin embargo, el otro día, cuando me pediste Mujercitas, te lo entregué sin darme cuenta de que dentro de aquellas tapas se encontraba la novela de Los tres Mosqueteros, que como siempre leíste con mucho interés —el hombre le cogió la barbilla mirándola con ternura—. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de la confusión?

Ella, con expresión avergonzada, le separó la mano. Bajó la cabeza y olvidando la señal que hacía con el dedo entre las páginas del libro, lo cerró. Luego lo apretó contra su pecho. Sus ojos claros llenos de lágrimas lo miraron con tristeza.

—Señor, cuando miro las hojas de los libros que le pido, dentro de mi cabeza escucho la voz de mi madre y yo, siguiendo las líneas, repito una por una sus palabras. Mi padre no permite que las mujeres de su familia aprendan a leer.

© Malena Teigeiro

sábado, 11 de mayo de 2024

La calzada romana

 

La Vía Apia cerca de Roma, enlosada por ser tramo urbano. Las calzadas no solían enlosarse.


El itinerario de Antonino, del siglo III, es la fuente escrita que más información nos aporta sobre la red viaria romana.

Gracias a esos caminos Roma pudo movilizar grandes efectivos militares para la conquista de territorios, favoreció el transporte de mercancías por el interior del continente contribuyendo a su expansión comercial. La nueva cultura: el derecho romano, el modelo urbano, el servicio de correo…, se difundió por todo el Imperio. Fue todo un acierto.

El modelo de calzada romana se estableció con la construcción de la vía Apia en el año 312 a.C., trazada por Apio Claudio el Ciego. Esta fue la primera vía de comunicación proyectada a gran escala con el fin de unir Roma con Capua.

Al final de la República la península itálica estaba dotada de estas grandes vías y cada una llevaba el nombre del cónsul que la había establecido.

Para trazar un recorrido los ingenieros romanos partían de un estudio previo topográfico. Después se acondicionaba el terreno con terrazas y refuerzos en unas zonas, se excavaban trincheras en otras, se deforestaban zonas boscosas, se levantaban puentes y viaductos o se desecaban áreas pantanosas.

A medida que el Imperio se expandía, la administración adaptaba el mismo modelo a las nuevas provincias. En su apogeo, la red principal de calzadas romanas alcanzó unos cuatrocientos mil kilómetros.

La financiación de la construcción de carreteras era responsabilidad del gobierno romano. El mantenimiento, sin embargo, se dejaba en manos de la provincia.

El proceso de construcción de una calzada consistía en varias fases:

Deforestación, explanación, delimitación del firme. La anchura era de 4,2 metros para permitir el cruce de dos carros, y a ella se sumaban los arcenes o aceras que alcanzaban los tres metros (1,5 metros en cada lado) en los tramos de más tráfico.

La calzada estaba formada por diferentes estratos de materiales que garantizaban la filtración del agua sin que se crearan pozos.

Statumen: En la base de un lecho excavado se disponían los cimientos, una gruesa capa a base de grandes cantos rodados y piedras unidas con mortero y arcilla.

Rudo: Sobre la capa de cimentación se superponía otra más delgada compuesta por guijarros, cascotes, gravas y cal, apisonada para darle mayor solidez.

Núcleo: Sobre la capa del Rudo se depositaba una capa espesa de mortero prensado de cal y arena o grano fino, cerámica y ladrillos triturados.

Pavimento: En el mortero de la capa anterior se incrustaba una capa de guijarros o grava. Para las vías más importantes losas irregulares de piedra dura, preferiblemente basalto.

Miliarios: Estos bloques de piedra marcaban la distancia entre Roma, u otro centro urbano importante, y algún punto de la vía. Distaban unos mil pasos romanos o una milla que equivale a 1478 metros. Todas las carreteras partían del Templo de Saturno. En él se enumeraban todas las ciudades importantes del Imperio y las distancias hasta ellas.

Los viajeros se ponían bajo la protección de dioses titulares y en el camino encontraban lugares de culto y templos para invocar a Mercurio, dios del comercio y de los viajeros, a Diana, guardiana de los caminos…  o a los que fueran encontrando por los caminos.

Miliario de Nerón a la salida del municipio romano de Cáparra. España


viernes, 10 de mayo de 2024

Mi cuarta novela: El color de la mente


 

Un enfermero, Amador, tiene que lidiar con Martín, un joven con trastornos psicóticos que creía estar enfermo del corazón y con William, que padece trastornos de personalidad.

En treinta días suceden muchas cosas. 

No dejes de leerla.


jueves, 9 de mayo de 2024

La cocina a mi alcance: Ensalada de pera

 



Se dice que la pera es rica en pectina, una fibra que ayuda a reducir el colesterol, que aporta un suave efecto laxante, que la piel tiene más fibra que la pulpa. Que sea cierto o no, tiene poca importancia para mi amiga Gladys que no se cansa de decir que en China son consideradas como un símbolo de longevidad.

Ella que pretende vivir hasta los cien años se prepara esta ensalada tres veces por semana para cenar, desayuna un día compota de peras al vino y al otro, saborea tres tostadas con mermelada de esta fruta a la que ama. A la hora del almuerzo siempre está acompañada de una pieza. Le encanta pegarle mordiscos.  

Sin apilarlas, las guarda en la parte baja de la nevera, dice que así se conservan mejor.

 

Ingredientes

2 peras conferencia

50 gramos de queso Roquefort

6 nueces

Canónigos

Pipas de girasol

 

Aliño:

1 cucharada de vinagre de Módena

1 cucharadita de comino

Aceite de oliva virgen

 

Preparación

Pelar y cortar en dados las peras. Trocear el queso y las nueces. 

En una fuente hacer una cama de canónigos. 

Mezclar las peras, el queso, las nueces, las pipas y regar con el aliño. 

Luego coloca encima de los canónigos este delicioso batiburrillo.



martes, 7 de mayo de 2024

Lo que queda del día

 



Excelente película. 

Retrato del tiempo perdido, de las ilusiones reprimidas, de las esperanzas frustradas. Una ambientación magnífica, una banda sonora perfecta, una fotografía soberbia.

Anthony Hopkins.

Espléndido en su papel. Como siempre. Su capacidad de expresarlo todo con la mirada, sea cual sea el sentimiento que nos quiere transmitir, sin aspaviento, sobrio, creíble es admirable.

Stevens es el narrador que durante treinta años ha sido el primer mayordomo de la mansión Darlington Hall, propiedad de un aristócrata inglés, miembro de la clase dirigente inglesa, que se dejó seducir por el fascismo y pretendió hacer un tratado de paz entre el gobierno nazi de Alemania y la Gran Bretaña antes de la II Guerra Mundial.

El mayordomo entregado en cuerpo y alma a su trabajo. Perfeccionista, pulcro, honesto, leal...  No se permite pasiones.  

Emma Thompson.

Espléndida en su papel. Como siempre. Es la señorita Kenton que entra a trabajar en la mansión como ama de llaves. Sencilla, atractiva mujer, responsable y trabajadora.

Stevens se enamora de ella en silencio. La señorita Kenton también se enamora del señor Stevens. Juntos se transmiten sentimientos con una mirada, una palabra, una crítica.

A su pesar es la crónica de un doble fracaso amoroso, de aquello que podía haber sido y no fue.

El plano que encuadra al Sr. Stevens refugiado en una parada de autobús bajo la lluvia tras visitar a la señorita Kenton, cuyo matrimonio está a punto de deshacerse, expresa el vacío, la soledad de una vida, la ironía de un comportamiento intachable.

La película es una adaptación de la novela de Kazuo Ishiguro, escritor británico de origen japonés, ganador del Premio Nobel de Literatura 2017. 

Jornada a jornada, Ishiguro escribe una novela perfecta de luces y sombras, de realidades amargas, de amables paisajes y sentimientos profundos que quedan atrás.

 

domingo, 5 de mayo de 2024

Feliz día de la Madre


 

Sol Cerrato Rubio: Alcalá de Henares

 



Fortaleza sobre el río Henares,

hoy Ciudad del saber,

albergas en tu mirada el sentir y aroma de otros tiempos.

 

Quedaron en ti grabados los sonidos de ilustres personajes…

El Arcipreste de Hita... Miguel de Cervantes

Manuel Azaña… El Cardenal Cisneros…

y tantos otros.

 

Hermosa ciudad, hoy vuelvo a ti.

 

Tus calles me devuelven a mi juventud,

aquella vida estudiantil fácil y divertida.

Todo bullía con un aroma especial.

 

Los Paseos por la calle libreros.

El teatro universitario.

Las tardes en las Taberna de Sancho.

La universidad y las partidas de mus en las horas vacías.

 

 

Aprendizajes de vida que nunca se olvidan.

 

Mi corazón se hermanó hoy

a tus imbricadas arterias

y resonantes venas celosía.

 

 

© Sol Cerrato Rubio