Solo el olor penetrante a pan
delataba la actividad del amanecer. Cerró la puerta y echó a andar. Cinco mil
pasos, ni uno más, aunque si se pasaba no había problemas, mientras más
ejercicio hiciera, mejor. Eso se lo había dicho el médico la semana pasada
cuando fue a consulta. Lo que le sentaba fatal era tener que caminar por
obligación. Ya estaba muy viejo para recibir órdenes.
Un papel pegado a un árbol le
llamó la atención. Se colocó las gafas en la misma punta de la nariz, siempre
las llevaba colgadas sobre su pecho y leyó las letras grandes: Feria del Libro.
Para la letra pequeña necesitaba limpiar los cristales y del bolsillo izquierdo
de su pantalón sacó un pañuelo blanco, las empañó con su aliento y las frotó.
Era una acción que ejecutaba cada día. La Feria no estaba lejos de su
casa.
Le gustaban los libros. Era
aún muy temprano, después del paseo, iría al Centro de Mayores para desayunar,
luego echaría una partidita de cartas con los amigos, hablarían de política y
discutirían de fútbol. Y como no tenía nada mejor que hacer, después de comer,
hoy tocaba cocido madrileño completo, se iría a su casa y tras su media hora de
siesta, allá a las seis de la tarde se acercaría a las casetas llenas de libros
y de escritores. En cada caseta se pararía, aunque no pensaba comprar ni un
solo libro. Ya tenía bastantes en su casa.
Todo salió como tenía
programado, salvo que regresó a casa con más de media docena de ejemplares a
los que no se pudo resistir: una novela histórica, otra romántica, otra de
terror, otra de ciencia ficción, de aventura, negra, gótica y por último novela
erótica, aunque dejó bien claro que era para un amigo suyo.
©Marieta Alonso Más
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