martes, 31 de enero de 2023

Mio Cid

 

 

«Por necesidad batallo,

y una vez puesto en la silla,

se va ensanchando Castilla

al paso de mi caballo.»

 

Don Rodrigo Díaz de Vivar es el más famoso de los guerreros que asombró al mundo con la fama de sus proezas.

Nació en Vivar, hacia el año 1043 en un pueblecito a diez kilómetros de Burgos, con pocas casas, diseminadas, que no formaban calles ni plazas. Solo algunos chopos en los caminos y a las orillas del río Ubierna daban una nota de alegría a este lugar. Casóse Rodrigo con doña Jimena y tuvieron tres hijos: Cristina, Diego, María.

Tuvo que abandonar Vivar ante el mandato de su rey a causa de la famosa Jura de Santa Gadea, ese juramento que obligó hacer al rey Alfonso VI, de si había tenido arte o parte en la muerte de su hermano Sancho. Jurar, lo que se dice jurar, juró el rey, pero el Cid tuvo un plazo de nueve días para que saliera de Castilla.  

Tan triste despedida la recuerda el poema:

De los sus ojos - tan fuertemente llorando

volvía la cabeza – y estábalos mirando.

Vio puertas abiertas - y postigos sin candados

y perchas vacías - sin pieles y sin mantos.

 

A su paso por Burgos, las gentes se agolpan en las ventanas. De sus gargantas salía el mismo lamento:

 

¡Dios! ¡Qué buen vasallo,

si tuviese buen señor!

 

Este histórico poema se conserva en la Biblioteca Nacional. Fue escrito por autor anónimo hacia 1105, refundado por otro hacia 1140 y copiado en 1304 por Per Abat. Es la primera fuente bibliográfica sobre la vida del Cid.

Los juglares aprendían las estrofas de este romance y las cantaban en las plazas. He aquí algunas de ellas:

 

Salió a misa de parida

a San Isidro de León

la noble Jimena Gómez,

mujer del campeador.

 

Tan hermosa va Jimena,

que suspenso quedó el sol

en medio de su carrera,

por podella ver mejor.

 

A la entrada de la iglesia

al rey Fernando encontró,

que para metella dentro

de la mano la tomó.

 

Dícele: noble Jimena,

pues el Cid Campeador

vueso dichoso marido

de mis vasallos el mejor.

 

Que por estar en las lides

hoy de la iglesia faltó,

a falta de brazo suyo

yo vuestro bracero soy.

 

La vida matrimonial de doña Jimena fue muy triste, constantemente sola porque su marido se pasaba la vida entre batallas. Ella misma lo escribe en una carta al rey Fernando, «que no era lo mismo compartir el lecho con la mocedad del Cid, que compartirlo con la vejez de la suegra».

 

El famoso caballo del Cid, «Babieca», según la tradición está enterrado a las puertas del Monasterio de Cardeña bajo dos grandes olmos. Murió dos años después que su amo. Su espada «Tizona», envuelta en leyenda, está en el Museo de Burgos.

Rodrigo Díaz de Vivar «El Cid» murió en Valencia un 10 de julio de 1099. Fue enterrado en la Catedral de Valencia; más tarde en el Monasterio de San Pedro de Cardeña; durante la ocupación francesa sus restos fueron profanados, y se cree que estuvieron en el Mausoleo del Paseo del Espolón; también en el Castillo Hohenzollern. Regresan de nuevo al Monasterio de Cardeña, luego se trasladan a la capilla de la Casa Consistorial de Burgos, para terminar en el crucero de la catedral burgalesa.

Bajo una majestuosa bóveda descansan los restos del Cid y Jimena.

La tumba es sencilla: una simple lápida de mármol.

domingo, 29 de enero de 2023

Cristina Vázquez: El método

 


Estaba aburrida. Los veranos de antaño, los de su niñez mimada y salvaje seguían vivos en su memoria. Se veía corriendo casi desnuda por playas solitarias batidas por vientos que, al levantar la arena, esta se clavaba igual que pequeños alfileres. O deslizándose con sus hermanos por unas dunas cambiantes, o extasiarse frente a una enorme y gelatinosa medusa que el mar había dejado como un titubeante regalo.

Ahora vigilaba a sus hijos. Le gustaba verlos bañarse en la orilla, aunque sentía por ellos que no tuvieran el mismo esplendor de la libertad de sus años de infancia. Pero en su nueva familia, la de su marido, todo era formal y medido. Tiempo de baño, tiempo de estudio, tiempo de paseo y él, su marido, Antoine, un hombre apuesto, trabajador y rico se volvía inflexible con la aplicación de estos tiempos.

—Sin disciplina, querida Charlotte, no se fragua la vida —le repetía convencido.

No tenía más que fijarse lo bien que le había ido a él, continuaba, cómo había mantenido y aumentado el patrimonio familiar. Y no solo en temas económicos, le reconoció esa noche en que el otoño ya se colaba al final de agosto como una premonición. Él tenía la costumbre del soliloquio, qué le iba a hacer ella. Cuando terminaba sus cumplidos argumentos, Antoine, se callaba; parecía querer revivir en su interior lo que había dicho. A lo mejor escuchaba una cerrada y admirativa ovación, pues afirmaba con la cabeza como si rubricase sus ideas expuestas. Tantas veces repetidas, pensaba su mujer.

—Por ejemplo, querida, a ti que tanto te gusta leer, lo haces sin método.

Se puso la servilleta en el cuello para evitar que la salsa de la pularda le manchara la almidonada camisa. Un día un autor, otro día saltaba de época y de tema. Se secó los labios con parsimonia. Claro, finalizó condescendiente, este desorden en las lecturas era el resultado de la educación tan liberal, diría libertaria, casi salvaje, que había recibido.

Ella le miraba desde la lejanía en que se había instalado para sobrellevar las peroratas conyugales y el verano familiar, al que, en breve, se iban a añadir tías, hermanas y parientes, siempre del lado de él, claro. Charlotte le rebatía con tranquilo convencimiento que para ella leer era un placer y que el placer estaba reñido con el método. También resultaba un poco enojoso que se pusiera tanto ese llamativo traje naranja, respondió él como si no la hubiera escuchado, tan acostumbrado estaba al soliloquio. Resultaba inapropiado para estar sentada a la orilla del mar, casi metida en el agua y distraída con el inevitable libro. Hizo una pausa. No lo podía comprender. Se quitó la servilleta del cuello de un tirón.

—No será por falta de vestidos —remató con suficiencia.

La brisa, en ese adelanto otoñal, golpeó una de las ventanas lo que les obligó a mirar en la misma dirección. Charlotte bebió de su vino rosado que estaba deliciosamente frío y le sonrió igual que una gata que se relamiera tras un buen sorbo de leche.

—Tú sabes de método, yo sé de libertad. Al menos me la permito en las lecturas, ya que no en otras cosas.

Sabía que a él, en el fondo un buen hombre prisionero de sus principios y formalidades, le inquietaban sus afirmaciones de este tipo. No debía olvidar que lo que siempre le atrajo de ella fue precisamente eso, su falta de método. Antoine carraspeó.

—Tienes razón, pero con el tiempo, querida, hay que evolucionar. Lo que hace gracia al principio luego cansa.

—Ese es tu problema, no el mío.

Se levantaron para tomar el café en la terraza a la que llegaba el ruido del mar y el olor un poco putrefacto de las algas. La mujer le abrazó por la espalda y le susurró que no se equivocara con ella o la perdería. Notó la rigidez del cuerpo de él.

—Voy a entrar, tengo frío —anunció ella.

Él la siguió y antes de subir Charlotte para ir a acostarse por la escalera de pasamano oscuro y labrado, le oyó preguntarle cuándo se había comprado ese llamativo vestido. No era en absoluto su estilo. Ella notaba la irritación en su voz. Desde el rellano en el que se había detenido le inquirió con mucha dulzura.

—¿Pero no fuiste tú el que me lo regaló? —se rio abiertamente—. Qué mala cabeza tengo.

 

© Cristina Vázquez

viernes, 27 de enero de 2023

MJ Pérez: Si yo escribiera una historia de amor

 


Si yo escribiera una historia de amor, lo haría mirándote a los ojos, diciéndote todo lo que has significado para mí desde la primera vez que nos vimos. Te diría todo lo que adoro de ti: desde como arrugas la nariz cuando hay algo que te sorprende o te disgusta hasta tu risa espontánea y de cristal. Podría decirle al mundo que eres tranquilo, un maravilloso profesional y mi persona favorita del mundo y que te quiero por todas estas cosas.

 

Si yo escribiera una historia de amor, en ella explicaría que te quiero por ser tú y no ser otra persona. Te quiero por tu sinceridad, porque no te callas nada. Por la paz que transmites al mundo. Te quiero por tus defectos, esos que a veces me sacan de quicio, pero que te hacen ser quien eres. Te quiero por cómo me haces sentir. Por la persona que soy cuando estoy contigo. Por el tándem (siempre imperfecto) en el que nos hemos convertido y en cómo sigue evolucionando.

 

Si yo escribiera una historia de amor, como ves, tú serías el protagonista absoluto. Y serías como eres en realidad, sin que nada te cambie. No vestirías capa o armadura, seguirías siendo ese chico del que me enamoré, ese hombre bueno y tremendamente sexy con el que me he casado y con el que quiero permanecer lo que me quede de vida.

 

Si yo escribiera una historia de amor, hablaría de respeto, de confianza plena, de un amor que ha ido creciendo día a día y, ¿por qué no?, también de atracción física. Porque eres capaz (después de más 20 años a mi lado) de hacer que un millar de mariposas disputen una batalla en mi estómago cuando te veo leer, escribir en el ordenador o simplemente sentado a mi lado en el sofá.

 

Si yo escribiera una historia de amor, hablaría de lo nuestro, de nuestros principios y alegrías, de los escollos que hemos tenido que superar para llegar aquí. De lo que aún nos queda por vivir. Tanto bueno como malo. De lo maravilloso que es haber encontrado a alguien como tú para formar nuestro propio mundo privado. En definitiva, de nuestra propia historia de amor.


Pero como, de momento, mucho me temo que no voy a hacerlo, el universo deberá conformarse con este relato. Tú, conmigo, con cada fibra de mi corazón. Con nuestro sitio del mundo, imperfecto, pero siempre nuestro.

 

© M.J. Pérez


miércoles, 25 de enero de 2023

Antonio Moro (Utrecht c.1519-Amberes 1576)

 



Discípulo de Jan Van Scorel en Utrecht. En 1547 fue recibido como maestro en la guilda (corporación de mercaderes en la Baja Edad Media) de pintores de Amberes y luego trabajó en Bruselas, donde, gracias a su protector Antonio,  Perrenot de Granvela, fue presentado a Carlos V y a su hijo Felipe. Al servicio de la corona española realizó numerosos retratos de personajes reales.

Según Palomino, Moro fue amonestado secretamente y estuvo a punto de ser encarcelado por la inquisición española, probablemente por sospechas de protestantismo. Abandonó España en 1558, aunque siguió siendo en los Países Bajos, pintor de cámara de Felipe II.  En 1558-1559 y en 1564 está documentado en Utrecht, y a partir de 1568 residió en Amberes.

Realizó pinturas de asunto religioso, pero el grueso de su producción está constituido por retratos, especialidad en la que Moro fue uno de los más eminentes artistas del siglo XVI.  Quizá su obra maestra es el cuadro de María Tudor, está en el Museo del Prado, por ella recibió la paga correspondiente a una anualidad y el honor de ser nombrado caballero.

Su estilo es un compendio muy personal entre el renacimiento italiano y la tradición neerlandesa, con una objetividad de extraordinaria precisión y lucidez analítica. 

El influjo de Antonio Moro fue decisivo para la formulación del tipo de retrato cortesano español, que, después de ser cultivado por Alonso Sánchez Coello (discípulo de Moro), Pantoja de la Cruz, Bartolomé González…, había de tener su más excelso representante en Velázquez.

 

lunes, 23 de enero de 2023

Julia de Castro: La leyenda del ladrón de Juan Gómez Jurado

 



La novela de la que hoy os voy a hablar se ambienta en el siglo XVI en Sevilla y suena a novela histórica, a picaresca, novela de aventuras, con múltiples guiños y referencias a la literatura con mayúsculas, no hay más que fijarse en alguno de sus personajes como, Cervantes y Shakespeare; y un toque de bella historia de amor.

 

Sancho, su protagonista, es un pobre ladronzuelo huérfano de los que proliferan por las calles de una ciudad bulliciosa y llena de vida, donde llegan las mercancías del nuevo mundo. Parece que la vida se empeña en avocarle a la miseria y el dolor. Todos aquellos por los que siente algún apego le van abandonado, su madre, Bartolo el ladrón del que aprenderá las artes que le van a permitir llevar a cabo su misión; hasta Clara, la esclava que lucha por convertirse en un ser libre, hay momentos que parece volverle la espalda.

 

Como a todos los seres desvalidos de este mundo, al protagonista le va a resultar muy difícil salir adelante y máxime, cuando se ha granjeado el odio de Francisco de Vargas, uno de los comerciantes más importantes del momento, que ha hecho su fortuna a base de intrigas, sobornos, chantajes y sangre; su compañero de negocios sucios, el banquero Malfini y el peligroso mafioso Monipodio que cuenta en sus filas con la mayor parte de los malhechores de la ciudad.

 

En este caldo de cultivo, Sancho se convertirá en un defensor de causas justas y, junto a su inseparable Josué, terminará convirtiendo su venganza en una lucha por la subsistencia de los sevillanos.

 

Juan Gómez Jurado ha sembrado la novela de minuciosos detalles sobre la vida en la Sevilla de la época. Las relaciones entre sus habitantes, las calles, los oficios y sobre todo, nos presenta una imagen minuciosa de los bajos fondos, ladrones, asesinos, prostitutas, pedigüeños, descuideros y las triquiñuelas que emplean para subsistir en un mundo de miseria, en contraposición a la opulencia y la prepotencia que muestran las clases dominantes.

 

Las continuas aventuras, con mayor o menor fortuna en sus desenlaces, en las que se enredan nuestros protagonistas me atraparon de tal manera que, sus más de seiscientas cincuenta páginas, se convirtieron en un paseo apasionante por un mundo que, a juzgar por lo que leemos, no resulta tan lejano.

 

 

© Julia de Castro

Mi verano en Libros 2021

sábado, 21 de enero de 2023

Blanca del Cerro: Al Dios de la lluvia no le gusta leer

 




Pues resulta que amanecen días primaverales, u otoñales, o veraniegos, fantásticos y esplendorosos, en los que todo florece, el sol está ahí y parece que nos va a acompañar para siempre, hasta el momento en que se presenta una feria del libro en cualquier parte y, ¡oh milagro milagroso!, como por arte de magia, las nubes se apelotonan, el cielo se tiñe de gris y la lluvia empieza a caer y a caer sin medida dejando a los escritores con cara de haba encerrados en sus casetas, y sin ventas, y a los lectores en sus casas y privados de aquello que más les agrada que es la lectura.

        ¿Por qué será? ¿Qué extraña relación existe entre los libros y la lluvia? ¿Qué maléficos poderes se conjugan para que siempre vayan unidos? ¿Qué curiosas fuerzas se aúnan para que el agua y las letras se fundan y confundan tan estrechamente?

        Confieso que lo ignoro pero, pensando y pensando, la única razón que se me ocurre así a bote pronto es que al Dios de la Lluvia, por algún motivo desconocido, no le gusta leer. Y como no le gusta leer, ya sea verano, otoño, primavera o invierno, sus huestes —es decir, viento, agua, nieve y granizo— se amontonan y atacan de manera indiscriminada y furibunda en cuanto escuchan las palabras “feria del libro”. Y no nos dejan en paz, así año tras año y feria tras feria. Y como los dioses son caprichosos y juegan con los hombres a su antojo, no tenemos nada que hacer salvo suspirar por lo bajini y esperar a que las furias se desvanezcan. E incluso maldecir a regañadientes sin que nadie lo oiga.

        Nuestra única esperanza en es que alguien consiga que el Dios de la Lluvia empiece a leer un buen libro, le agrade, haga que en sus labios nazca una sonrisa, se abstenga de lanzar sus furias sobre nuestros eventos y se olvide un poquito de nosotros, solo un poquito, que ya sería hora. Ánimo, a ver quién lo logra. Los escritores se lo agradeceríamos de corazón.

 

©Blanca del Cerro

#PensandoenaltoBlancadelcerro  

jueves, 19 de enero de 2023

Liliana Delucchi: La decisión

 


Desde niña Victoria había sido reservada. Muy pronto aprendió la diferencia entre la vida externa que asiente y la interior que cuestiona. Por eso está aquí, como si formara parte del grupo, pero sin hacerlo. Consintió en acompañar a su madre y tías al balneario como una excursión más de esas que llenan el tiempo de quienes conocen la mejor manera de perderlo.

Desde su silla, un poco retirada, oye a lo lejos comentarios y risas de sus familiares. No quiso ponerse el bañador y meterse en el agua. Prefiero leer, les dijo. Y ellas asintieron. Estaban acostumbradas a los silencios de esa joven que, a decir de su madre, mientras tuviera un libro no molestaría.

Con la cabeza apoyada sobre su mano, los ojos se pierden en un texto que la lleva lejos, a un mundo que nunca ha visto, a situaciones desconocidas y personajes desconcertantes. Quisiera fundirse en ellos, tener esas respuestas rápidas que el escritor pone en boca de protagonistas y secundarios, que parecen tener la palabra exacta para cada momento. ¿Dónde están las mías? ¿Cómo decir lo que de verdad siento y me inquieta? ¿Cuál es la forma de mirar en mi interior para descubrirlo?

Levanta los ojos y la sorprende la escena de las bañistas que parecen estar disfrutando del momento. Sonríe a su madre que le hace señas para que se acerque. Niega con la cabeza y vuelve a la lectura. Sabe que según los códigos de comportamiento de la sociedad en la que se mueve, la suya no es una actitud muy apropiada. Devana sus pensamientos entre aquello que se espera de ella y las cosas sin nombre que reclaman su atención, como si en los últimos tiempos algo hubiese cambiado y su actual yo fuera de alguna manera distinto de su yo anterior.

El aire que siente en su pecho se exhala en un largo suspiro. Cierra el libro y los ojos en un intento de escuchar las animadas voces que le llegan desde la piscina. El experimento no funciona y su mente vagabundea intentando descubrir en qué había sido diferente ese verano a todos y cada uno de los anteriores. Quizás fuera su compromiso con Felipe. Se pregunta cuáles serán los gustos literarios de ese hombre amable y cordial que todos admiten como una buena elección y que seguramente será un buen marido.

Un camarero se acerca con una bandeja en la cual lleva un sobre.

—Para usted, señorita —le dice a la espera de que ella coja la carta.

Victoria reconoce la caligrafía pulcra y ordenada de su novio que le informa que por la tarde pasará a merendar con ella. «Aunque el trayecto hasta el balneario será un poco largo, tengo ganas de verte y de que ultimemos los detalles de la boda.» Así es Felipe: Claro, directo y escueto. Como papá, piensa la joven, como el tío Rigoberto, y creo que como todos los hombres que conozco.

Una fuerte opresión a la vez que una somnolencia la invaden. Le empieza a doler la cabeza y las luces que se reflejan en el agua bailan ante sus ojos. Quiere recobrar la compostura, pero su único deseo es huir, abandonar la sofocante atmósfera y salir al aire libre. No lo hace. En vez de ello, se estira la falda, mueve los pies admirando sus zapatos nuevos, relee la carta, la dobla y la mete dentro del libro que deja a un lado en la silla. Mira una vez más hacia la piscina antes de dirigirse a los vestuarios a cambiar su vestido naranja por un traje de baño.

 

© Liliana Delucchi

martes, 17 de enero de 2023

Paula de Vera García: El mundo que queremos construir (Parte I) - Tristepin y Eva

 

La fiesta había terminado hacía poco, tras recibir a los héroes del mundo de los Doce y en particular a Tristepin de Percedal, salvador del reino Sadida de las codiciosas manos del malvado Nox. Se habían cantado canciones en su honor mientras todos comían un suculento banquete preparado por el padre adoptivo de Yugo, del que todos disfrutaron sin distinción.

Incluso teniendo que soportar las pullas e insultos velados constantes de Armand, el homenajeado de la noche se sentía flotar en una nube que poco tenía que ver en realidad con las alabanzas a su alrededor. Ego de Yopuka aparte, lo que realmente tenía a Tristepin en otro nivel aquella noche era la criatura rubia de enormes ojos verdes sentada constantemente a su lado, además de sus esporádicas y tiernas sonrisas cuando sus miradas se cruzaban. Por supuesto, el pudor natural de Eva sobre todo, y el decoro de estar en presencia del rey de los Sadida, hacía que ambos se contuvieran de hacer cualquier gesto que delatara que entre ellos había algo más que una sólida amistad; algo difícil también dado que Ruel no dejaba de lanzar indirectas al aire que obtenían miradas furibundas y rostros del color de granadas por respuesta.

Aun así, no fue hasta bien entrada la noche cuando Eva fue la primera de los dos que dijo que quería irse a descansar. Tristepin dudó un instante sobre si seguirla o no, pero Yugo le pidió de nuevo que narrara lo sucedido desde que llegaron a Rubilaxia a rescatarlo y el Yopuka no pudo resistirse. Así, tardó todavía otra media hora larga en decidirse por fin a levantarse del banquete y dirigirse hacia su alcoba. Lo que no esperaba era, al alcanzar el pasillo y pasar las primeras tres puertas de largo, que la cuarta estuviera entreabierta. Y Tristepin sabía de quién era ese dormitorio.

Tenso, el Yopuka tardó varios segundos preciosos en decidir qué hacer; al final, con la boca seca y la mano en la empuñadura de un Rubilax más silencioso de lo normal, pero aún activo por lo que el guerrero podía sentir al tacto, el joven se atrevió a empujar un poco la puerta de hojas y madera entretejidas y asomarse con cautela al interior. Este estaba sumido en una suave penumbra, sólo aliviada por la tenue luz procedente del exterior, visible a través de una amplia terraza dispuesta al otro lado de la alcoba. Y Tristepin se relajó un tanto al comprobar la estilizada silueta que se asomaba al balcón en actitud relajada, dándole la espalda. Aun sin saber todavía si era buena idea el haberse metido en la habitación de Evangelyne --intenciones caballerescas aparte--, en ese preciso instante ella se giró como si hubiera intuido su presencia y el guerrero retrocedió casi por impulso para esconderse tras la puerta, pero ella ya lo había visto. Aun así, Tristepin fue el primer sorprendido cuando escuchó a la Ocra decir:

Pinpán. Puedes entrar, no voy a morderte.

El Yopuka hizo un esfuerzo por no salir corriendo y, en cambio reunir el valor para aceptar la oferta y adentrar un pie descalzo en el dormitorio.

Perdona, Eva se excusó, las manos tras la espalda en actitud inocente. Es que… había visto tu puerta abierta y temía que hubiese pasado algo malo. Siento haberme asomado.

La joven, por su parte, se giró hasta casi encararlo de frente y apoyó los codos en la baranda mientras sonreía con aire relajado.

No te preocupes lo contradijo. De todos los habitantes masculinos de esta ciudad creo que eres el único que no me importa que lo haya hecho.

Tristepin tragó saliva. ¿Qué tenía que perder? Así, tras varios segundos preciosos de duda, el Yopuka se decidió por fin a avanzar con pasitos cortos hacia el balcón; cuando llegó a la altura de Eva, se acodó con la mayor naturalidad que fue capaz sobre la madera y posó la vista en el bosque más allá de sus pies, nervioso como pocas veces en su vida. Por el rabillo del ojo, vio cómo la Ocra a la que amaba con locura lo observaba, sin acritud. El Yopuka no sabía dónde meterse ni cómo salir de aquella situación, aunque una parte de él no quería hacerlo de ninguna manera. Estar a solas con Eva entraba, sin duda, en la clasificación de sus mejores sueños. Pero el pobre Tristepin aún no se creía que estos se pudieran llegar a hacer realidad en el futuro inmediato.

Para bien o para mal, cuando su enamorada se aproximó un par de pasos y le pasó un brazo por la cintura, el caballero se irguió casi de golpe, con el corazón al galope. Eva lo observaba sin presionarlo en ningún momento, con esos enormes ojos verdes que lo volvían loco desde que la conoció. Cuando ella acercó su rostro al de él, Tristepin todavía dudó un segundo antes de decidirse a devolverle un casto beso que duró varios segundos. Su parte más caballerosa le decía que lo mejor era que se contuviera, que no estaba seguro de que fuera el momento de dar un paso adelante --algo que parecía avecinarse a todas luces en algún momento de la noche--, pero le estaba resultando condenadamente difícil. Más todavía cuando Eva le echó los brazos al cuello y sus besos empezaron a volverse más exigentes, incluso usando la lengua de una forma que al Yopuka le dio vueltas la cabeza. Sin apenas ser consciente de lo que hacía, el guerrero rodeó su cintura con los brazos y la atrajo hacia sí, respondiendo al roce de sus labios con pasión y deseo a partes iguales.

Aun así, cuando Tristepin notó que algo en sus pantalones despertaba y quería rozar a Evangelyne a través de la tela, reculó casi de golpe y se separó de su amante con algo más de violencia de la que pretendía. Por supuesto, Eva lo miró con extrañeza.

Pinpán ¿va todo bien?

Él tragó saliva, buscando sin éxito una excusa coherente para lo que acababa de pasar. Al final, optó por lo que le pareció menos rudo.

Yo, esto… Todo va de maravilla, Eva le aseguró, con una risita nerviosa. Pero, esto… ¿No tendrás un aseo, por casualidad? Es que necesito, ya sabes… Una urgencia…

Para su desazón inicial, la Ocra frunció el gesto al escuchar aquello, pero enseguida le indicó una pequeña puerta situada en el lado derecho del dormitorio, justo opuesto a la zona ocupada por la cama. Maldiciéndose en parte para sus adentros por ser tan cobarde, sobre todo porque eso no debería encajar con la personalidad de un Yopuka que nunca abandonaba un campo de batalla, Tristepin agradeció entonces la indicación con una sonrisa tensa y salió disparado hacia el mentado espacio. Como imaginaba, era un aseo sencillo, pero con algunos detalles que revelaban que era propiedad de una mujer. Como le había dicho a Eva en Rubilaxia, a Tristepin le encantaba descubrir todo lo femenina que podía ser… Aunque ahora, precisamente eso, lo aterraba. Y es que la única experiencia amatoria del joven Yopuka, una cuestión ritual cuando tenía catorce años, había sido tan desastrosa que Tristepin de Percedal nunca había vuelto a concebir como factible la posibilidad de volver a acostarse con una mujer.

No rechazó, clavando las manos a ambos lados de la sencilla palangana de madera situada al fondo del aseo. Eso se acabó, ya no eres ese crío del que todo el mundo se reía porque no fue capaz de llegar hasta el final se amonestó, dirigiendo una mirada fugaz a Rubilax. Seguía tan silencioso como desde su escapada de Rubilaxia, pero por una vez Tristepin echaba de menos sus chanzas. Tú por si acaso no digas nada le espetó, gruñón.

Por supuesto, no obtuvo respuesta. Así, Tristepin suspiró y volvió a mirar hacia la puerta cerrada del aseo, como si temiera que se abriera de un segundo a otro y que Eva viniese para increparlo. O, peor, echarlo de su dormitorio. El Yopuka resopló, echando una última mirada derrotada a Rubilax. Como este seguía con el ojo cerrado y silencioso como una tumba, el joven tomó una decisión. Fuera como fuese, si quería llegar lejos con Eva, tenía que arrinconar como fuese esos miedos.

«Un guerrero nunca renuncia a una batalla, por difícil que parezca», se recordó.

Con esa nueva resolución, Tristepin de Percedal se irguió; respiró hondo, se atusó la enorme melena pelirroja y echó la mano al picaporte para volver al dormitorio. Intentando que no le temblasen las piernas cuando sentenció para sus adentros:

«Vamos allá».

 

Continuará…

 

Historia inspirada en Tristepin y Evangelyne, personajes de la serie “Wakfu”

Imagen: fotograma original de la serie

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domingo, 15 de enero de 2023

Nuevo Akelarre Literario nº 88: Las rebajas de enero



Hoy en día, las rebajas no solo fortalecen las ventas de pequeñas tiendas y grandes superficies, sino también la relación entre familia, amigos y otros vínculos, como veremos en los cuentos que este mes nos regalan nuestras escritoras.


No dejéis de leerlos

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viernes, 13 de enero de 2023

Malena Teigeiro: Rimas de Bécquer

 


Nina era bajita, romántica y dulce. Sus hermosos ojos azules buscaban enamorados al hombre de sus sueños. Y se fijaron en Andrés. Después de unos leves escarceos, Nina le confesaba a su hermana que ya tenía novio. Era Andrés, un joven alto, esbelto y pálido, que cada vez que sonreía mostraba unos dientes blancos y fuertes. ¿Andrés? Pero, Nina, si en vez de reír relincha, exclamó su hermana. A ella sus comentarios no le importaron. Eran de envidia. Pues, a su juicio, ella no entendía de belleza ni tampoco encontraba un hombre que la quisiera.

Nina vivía en una constante exaltación amorosa. La mirada febril de Andrés y el rizo que como a Bécquer, le caía por la frente le hacían vibrar. Esperaba ansiosa el paseo que daban todas las tardes recitando versos de Pedro Salinas y de Juan Ramón Jiménez. Incluso de Espronceda. Y cuando llegaban al paseo marítimo, abrían sus sillas de madera y se sentaban frente al mar. Allí, él, mientras le acariciaba la mejilla, le recitaba

Tu pupila es azul y cuando ríes
su claridad suave me recuerda
el trémulo fulgor de la mañana
que en el mar se refleja.

Hasta que un día, aquel hombre siempre vestido de negro, tallado en un junco seco, se tronchó y Nina se quedó sin novio que le recitara poesías al borde del mar. Aquella noche agarrada a la almohada lloró rememorando su voz

Tu pupila es azul y cuando lloras
las trasparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una violeta.

 Al día siguiente, contemplaba el cuerpo de Andrés en su caja de madera, abrazada a la que iba a ser su suegra. Su negro y elegante rizo, le caía sobre la frente, ya de color de cera. Y volviéndose hacia la doliente madre le pidió que le entregara aquel trozo de cabello. ¿Ese?, le preguntó con los ojos brillantes la transida mujer. Nina movió la cabeza y ella, acercándose al túmulo emocionada, lo cortó. La doliente novia se lo guardó al lado de su corazón envuelto en su pañuelo blanco.

Durante el entierro, no dejó de acariciarse el pecho, gesto que muchos interpretaron mal. Cuando al finalizar las honras fúnebres volvió a casa, después de recibir los abrazos de su madre y hermana, entró en el dormitorio, y guardó unos cuantos cabellos en el relicario de plata que se colgó del cuello. El resto lo dejó en una cajita forrada de terciopelo junto a una foto de su amado, un dibujo de una ola del mar, y el final de la rima de Bécquer que él le recitaba cuando se despedían en el portal.

Tu pupila es azul y si en su fondo
como un punto de luz radia una idea
me parece en el cielo de la tarde
una perdida estrella.

Nina continuó paseando al borde del mar mientras rememoraba algunos versosluego se sentaba al lado de la silla vacía de Andrés y extendía la falda para que nadie tuviera tentación de hacerlo a su lado. Y allí, la enamorada, releía un poema tras otro. Poco a poco, todos, excepto ella, fueron olvidando a aquel apuesto joven que había sido su prometido.

Pasaron los años, los días, las mañanas, sin que Nina al atardecer, hiciera frío o calor, dejara de sentarse a leer poesía en las dos sillas, de tal modo que su figura, al igual que las sombrillas, las farolas y los bancos, comenzó a formar parte del paisaje

Una tarde escuchó una voz que le preguntaba si aquella silla estaba vacía. Ella por primera vez desde que Andrés se había ido, sintió que el perfume que emanaba deaquel caballero le encogía el sentido. Dejó el libro sobre su falda, levantó la mirada, y estirando los labios en una tímida sonrisa, dijo: Está libre. Es que como la veía ocupada con su vestido, murmuró el caballero. Habrá sido el viento, contestó Nina retirando la falda del asiento. ¿Le gusta la poesía?, le preguntó el caballero ya cómodamente instalado en la silla de Andrés. Y ella le mostró la tapa del libro que estaba leyendo.

Continuaron charlando sobre los versos, los cuentos y los amores que el mar había inspirado, hasta que cuando ya casi caía la noche y Nina se levantó para marcharse, él le preguntó si podía acompañarla hasta su casa. Delante del portal, ceremonioso, el caballero le besó la punta de los dedos y quedó con ella para el día siguiente.

Aquella noche Nina dormía tranquila cuando escuchó la voz de Andrés:

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar, ...
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!

Quizá no, le contestó entre sueños. Pero sentiré el calor de sus dedos en el pecho. Porque lo que es el rizo de tu cabello ya hace tiempo que no me produce sentido alguno.

Y desabrochándose la cadena de la que pendía el relicario del cuello, la guardó en el cajón de la mesilla. Sintió que al alejarlo, también se despedía de Andrés. Aquella noche en sus sueños solo aparecía el caballero de mediana edad que al sujetarla por el codo para cruzar la calzada, le acarició el pecho.

 

© Malena Teigeiro

miércoles, 11 de enero de 2023

Código de Hammurabi: Estela de diorita negra

 



Se conserva en el Museo del Louvre de París y en ella están grabadas las 282 leyes que el rey Hammurabi recibe de manos del dios babilonio Marduk o Shamash. 

Fue escrita en acadio, en primera persona en el año 1750 antes de Cristo por el rey de Babilonia. Comienza con la partícula «Si», describe la conducta delictiva y luego indica el castigo correspondiente. Pese a que la ley del Talión se suele ver como la inspiración del Código, no siempre es así.

Algunos ejemplos:

Si un señor roba la propiedad religiosa o estatal, ese señor será castigado con la muerte. Además, el que recibió de sus manos los bienes robados será castigado con la muerte. Si el ladrón no tiene con qué restituir, será castigado con la muerte. Si el vendedor es el ladrón será castigado con la muerte. El propietario del objeto perdido recobrará su objeto perdido.

Si un señor ayuda a escapar por la gran puerta a un esclavo o esclava estatal o a un esclavo o esclava de un subalterno recibirá la muerte. Si un señor dio refugio en su casa a un esclavo o a una esclava fugitivos, perteneciente al estado o a un subalterno y si no lo entregó a la llamada del pregonero el dueño de la casa recibirá la muerte.

Si un señor prende en campo abierto a un esclavo o esclava fugitivos y lo devuelve a su dueño, el dueño del esclavo le dará dos siclos de plata. Si retiene al esclavo en su casa después el esclavo es hallado en su posesión, el señor recibirá la muerte.

Si se declara un incendio en la casa de un señor y un señor que acudió a apagarlo pone los ojos sobre algún bien del dueño de la casa y se lo apropia, ese señor será lanzado al fuego.

Si un oficial o un especialista, mientras servía las armas del rey, ha sido hecho prisionero y su hijo es capaz de cumplir las obligaciones del feudo, le serán entregados el campo y el huerto y él cuidará de las obligaciones feudales de su padre. Sólo quien se hizo cargo de ellos y cumplió las obligaciones del feudo se convertirá en feudatario.

Si un hombre libre le rompía un hueso a otro hombre libre, se le rompería a él también ese hueso.

Si un hombre maltrata a su padre se le amputarán las manos.

Si un esclavo golpea en la cabeza a un hombre libre, se le cortará una oreja.

Si alguno golpea a una mujer libre y la hace abortar, pagará por su fruto 10 siclos de plata. Si esta mujer muere, se matará a la hija del agresor.

 

Se dice que el Código está inspirado por un alto sentimiento de orden, y que es la mejor definición de justicia: «Impedir que el fuerte agravie al débil, impedir que el violento agravie al pacífico».