Años después, cuando las dos amigas
recordaban lo que para ellas fue el año de la ruina, no podían explicarse cómo
se dejaron embaucar por la palabrería de
su asesor financiero; ¡Ellas! Que conocían bien el sector y dominaban su jerga;
¡Ellas! Que habían vivido años prudentemente,
sin salirse del guion y ahorrando para el futuro.
─ ¡La avaricia nos cegó!, dice María.
─ ¡Fuimos víctimas del capitalismo!− contesta
Ana, que estaba más politizada.
Las consecuencias del desastre afectaron a todos los aspectos de sus vidas. El marido
de Ana la dejó por otra más joven. Los hijos de María, que estaban cómodamente
instalados en su casa, culparon a su madre de tener que dejarla cuando les
desahuciaron. Al perder su segunda
vivienda, perdieron también las “amistades
circunstanciales de la urbanización”. Tuvieron que dejar el gimnasio, la
costumbre de ir de tiendas, el salón de belleza y hasta la dieta vegetariana y,
en poco tiempo, se encontraron fuera de la seguridad que da el dinero, descolocadas,
arrojadas a la intemperie.
Al año de la ruina le siguieron otros
de sequía dineraria; fueron años duros, como la travesía en el desierto. María
se enamoró del abogado que intentaba poner orden en sus cuentas, un chico 12
años más joven que ella, que un día se
esfumó llevándose sus joyas y Ana, que militaba en un movimiento ecologista,
tuvo un percance con la policía antidisturbios
que la obligo a pasar meses en la cama.
Un caluroso día de primavera,
buscando piso para compartir, las dos amigas fueron a parar al barrio de
Chueca. El colorido del barrio las atrapó: casas con sus buhardillas y balcones
pintadas de alegres colores, lucían llenas de flores y plantas verdes. Las
calles, llenas de gente, estaban repletas de tiendas especializadas con
letreros antiguos, que a veces, no
coincidían con la especialidad de la tienda. Las puertas, abiertas de par en
par, dejaban ver pequeños estudios de escultores o pintores. Talleres artesanos exhibían su mercancía en puertas y
ventanas. Parejas de enamorados, gays y heterosexuales, pasaban horas delante de un café o una botella de agua mineral, sentados
en las terrazas, como si el tiempo se hubiese detenido.
─ María, ¡Mira son felices! Quedémonos
aquí.
En la calle de la Libertad,
traspasaban una panadería grande y destartalada, pero ellas no tenían dinero.
─ Sé la manera de simular un avalista
para que el banco nos preste el dinero, dijo Ana.
─ ¡Eso sería ponerse al margen de la
Ley!, contesto María.
─ ¡Eso es estar con la ley de la
supervivencia y a favor de la Teoría de la Evolución! Ya sabes lo que pensaba Darwin, sobreviven los que
mejor se adaptan al cambio.
Ellas se propusieron evolucionar y lo
hicieron, como Escarlata O’Hara, juraron al unísono y por Dios, que nunca más
volverían a pasar hambre y, dicho y hecho, desoyendo los consejos de sus familias, se
pusieron a hacer pan y pasteles llenando el barrio de Chueca de unos olores
deliciosos. Hoy, la panadería “La Evolución de las Especies” es un lugar de
encuentro de artistas, artesanos y parejas de enamorados; hacen exposiciones y, me han contado que
quieren hacer un taller de escritura creativa.
¡Nos vemos!
© Socorro
González-Sepúlveda Romeral
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