El vuelo fue largo y turbulento. Es imposible atravesar Los Andes, América de lado a lado y el Atlántico sin que Eolo y todas las furias que deben acompañarle, te permitan reposar durante las largas horas del viaje. Isabel reflexionó sobre su curso para perder el miedo al avión. No creía que hubiera sido capaz de venir sola desde Santiago de Chile a Madrid sino lo hubiera hecho, aunque tuviera la ayuda proporcionada por los tranquilizantes y los gin tonics que se atizó. Pero cualquier ayuda es poca cuando una se enfrenta sola al pánico. Incluso, consiguió aplicar las pautas aprendidas consistentes en que cuando el avión entraba en turbulencias, era como conducir un coche por un firme mal empedrado. Y la otra era que no estaba suspendida en el vacío, no, estaba sostenida en un soporte fluido.
El momento en que el comandante anunció la aproximación a Madrid, en un cielo encelado de borrones negros y brochazos naranjas, pese a los meneos del descenso, algo en ella se expandió como un globo aerostático ante la esperanza de tocar tierra. Este sentimiento la impulsó a tener fe y confiar en que la llegada a casa de sus tíos fuera el comienzo de su nueva vida. Su frase preferida de los últimos tiempos era “he puesto el contador a cero.” Y mientras trataba de bajar el equipaje de mano, la realidad de ese cero le hizo sentir un repeluco por la espalda.
Venía sin un duro, un poco triste porque su amante chileno, Ernesto, había tenido una malhadada caída del caballo y decidió volver con la legítima que era enfermera para que le cuidara. Además, el curso para el que fue contratada por la Universidad Católica de Santiago para dar micología comparada entre los hemisferios norte y sur, resultó peor pagado de lo convenido y una inundación en su piso terminó de arruinarla.
Estaba convencida de haber comunicado a los tíos su llegada, pero de repente, dudó si había concretado la fecha. Mientras recogía el equipaje les llamó por teléfono sin obtener respuesta. No pasaba nada, estarían desconectados o a lo mejor en la casa del Escorial con mala cobertura. Era temprano y quizás estuvieran dormidos. Esperó un rato tomándose un desayuno de café doble que la entonara y decidió ir a casa de ellos.
Ya en el portal volvió a llamar por teléfono sin obtener respuesta. Pulsó el cuarto C, el piso de sus tíos, y sin que preguntaran quién era le abrieron, lo que le pareció extraño e imprudente. La mañana ya estaba mediada y empezaba a hacer un calor para el que su ropa invernal resultaba insufrible. Menos mal que el equipaje era escaso, pensaba arrastrando su saco dentro del ascensor. Se sorprendió al ver que la puerta estaba entornada y la empujó con timidez. Nadie la recibió. Susurró el nombre de su tía Encarna con cierto apuro, cuando vio que se dirigía hacia ella una mujer entrada en años y carnes que la besaba llorosa en ambas mejillas, le daba las gracias por venir de tan lejos, afirmó señalando el bolso de viaje y la instó a que pasara al salón.
Se quitó la cazadora de cuero y se quedó con los vaqueros y la sudadera azul eléctrico con unas siglas pintadas. No reconoció la decoración, todo le resultaba ajeno y diferente. Al entrar en el salón un coro de miradas oscuras se volvieron hacia ella.
—Hola —atinó a decir— vengo a ver a mi tío Paco.
—Pues ahí lo tienes —contestó una decidida mujer señalando con el pulgar hacia el comedor.
Se desplazó sorprendida a la habitación señalada donde lo primero que vio a través del pasillo fue un resplandor de velas impropio del lugar y la hora. Con paso silencioso y precavido asomó la cara por el dintel y lo que se encontró fue un catafalco en el lugar de la mesa de comer, rodeado de cirios y velas. Espantada, dio un paso atrás. Una de las mujeres enlutadas que llevaban y traían bebidas y algo para sostener la pena, la empujó con firmeza para que volviera a entrar y rezara un poco por el pobre Paco.
—¿Paco? —repitió Isabel aturdida—. No me había enterado de su muerte.
Se apoyó en la pared y con los ojos empañados preguntó dónde estaba su tía Encarna.
—¿Encarna? —le respondió la mujer que sostenía con destreza una bandejita—. No sé quién es. Paco era soltero.
Se fue de la casa a toda prisa y al llegar al portal preguntó al portero por sus tíos. Hacía mucho que se habían traslado al cuarto D, afirmó sabihondo, más amplio, mejores vistas, pero estaban de crucero.
—La verdad —cabeceó pensativo—, que doña Encarna y don Francisco últimamente no paran.
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